8.12.07

Arenero

Era una mañana repleta de chicos porque había mucho sol, y también viento. Un nene, que tendría diez años, que tenía el pelo corte tipo taza y un papá que corría detrás, que también tenía a una mamá sentada en un banco mandando besos y cuidando una bicicleta, ese nene tenía un barrilete de un tiburón. Había mucho viento así que el tiburón bajaba y subía de las nubes, en medio de otros barriletes. Tenía ojos de marcador negro. A veces miraba al cielo. A veces, al parque; quizás pensaba que era el océano.

Yo estaba en el arenero. Ni a mi mamá ni a mi papá les gusta el arenero, no sé por qué si hay toboganes (hay dos y uno es muy alto. Yo nunca me subí porque me da miedo si no me esperan abajo. Una vez un papá de otro nene me dijo que subiera, que él me esperaba, pero yo no quise) y también hay hamacas. A veces subo hasta el cielo.

Ese día, por ejemplo, subí hasta las nubes para ver al tiburón que volaba. Me senté en una hamaca, empujé el piso y estiré las piernas cuando fui para atrás y las doblé cuando fui para adelante y las volví a estirar y sentí que rompía el aire como rompí algunas veces las olas del mar, y doblé las piernas y miré al tiburón. Él también me miró. Tenía ojos redondos y era gris. Yo no sé por qué pero todos lo veían como si fuera malo. Él estaba triste, porque no podía nadar. Tampoco podía volar mucho porque un nene lo tenía atado. Ese nene que tendría diez años y corte tipo taza lo tenía sujeto de un hilo. Para peor, el hilo era casi invisible. Y como nadie lo distinguía, los otros nenes pensaban que el malo era el tiburón y no se daban cuenta de que, en realidad, el que quería destruir a los otros barriles, era el nene. Pero yo sí vi el hilo. Y ahí me di cuenta: el nene quería sacarse sus ganas de ser malo haciéndole hacer maldades al tiburón; porque si él era malo lo iban a retar, el papá ya no iba a correr con él, y la mamá no le iba a mandar saludos mientras cuidaba la bicicleta. El tiburón estaba muy triste porque lo obligaban a golpearse con los otros barriletes, como si se los fuera a comer. Pero qué se los iba a comer, si eran cuadrados y seguro le caían mal. El tiburón me dijo todo esto, hablaba con un gruñido que parecía el de un dios. Aunque algunas cosas las pensé yo solito porque mi mamá siempre me dice que intente pensar yo solo, que no me tienen que explicar todo. En un momento subí tan alto, en la hamaca, que el tiburón me habló en el oído: vení a buscarme para jugar juntos. ¿Hasta las nubes? Y no me contestó. Pero igual doblé las piernas cuando iba para atrás y las estiré cuando iba para adelante y así y así hasta que llegué al piso. Tenía que ir a rescatar al tiburón, para dejarlo libre de las garras de ese nene. Así él sólo podía decidir si quería ser bueno o malo. Me bajé de la hamaca. Me tropecé con una piedra, porque yo todavía miraba al cielo. Y pensé ¿qué hago con el tiburón? Porque es de papel y si lo hundo en el océano para que nade, se va a desarmar. La arena estaba pegajosa y quise salir del arenero. Pero mi mamá se acercó y me dio una palita. Me dijo que en el arenero había piojos así que no me revolcara, me dijo que no me metiera la arena en los ojos, y que hiciera un castillo grande y lindo. Yo quería rescatar al tiburón pero no le dije nada a mi mamá, porque ella no iba a entender. Iba a poner lo brazos en la cadera, cara de enojada, iba a decirme que el barrilete era de otro nene, que no se lo podía sacar, y que además no tenía plata para comprarme uno. Así que no le dije nada, porque ella siempre me dice que tengo que pensar solo. Así que agarré la palita y me fui a hacer un pozo.

En la plaza es aburrido jugar con la arena, no se puede hacer nada más que un pozo, y además no puede ser profundo porque hay cemento.

11.10.07

Cuerpo de goma

No la soporto más. Hace un globo, explota, clac, clac, otro globo, grande como su cara y explota, clac, clac. Yo creo que ella calcula el diámetro de sus globos y debe estar jugando una competencia consigo misma. Ojalá un día haga un globo tan pero tan grande que le tape la cara, y el globo crezca, y le cubra la panza, y crezca, y ella no lo pueda hacer explotar, y el globo siga creciendo, y ella se quede sin aire, pero el globo va a seguir creciendo hasta llegarle a los pies, la va a envolver y se la va a digerir, como si fuera un estómago gigante. El globo la empieza a masticar, aunque no la lastima porque no tiene dientes, mientras ella lame las paredes de chicle, y juntos, felices para siempre, rueden por las escaleras. Clac, sigue con el clac, clac. Un día le voy a aplastar ese chicle contra la cara y va a hacer paf, eso voy a hacer. Debería estar prohibido mascar chicle en la oficina. Todo esto empezó desde que no se puede fumar. Antes me molestaba el humo porque el aire era un olor amarillo que se pegaba en los muebles, que corroía las paredes, se impregnaba en la ropa, sin contar los pulmones, pero ese mascar, clac, clac, y ella sigue ofreciéndome, tiene el descaro de ofrecerme sus Beldent y sabe que los odio, como a los Malboro, o más, ella lo sabe muy clarito, ya se lo dije mil veces, y lo hace a propósito. Prefiero cuando se va a la calle y fuma, cada vez se va más a la calle, cada vez trabaja menos. Pero cuando está acá, siempre con esos chicles en a boca. No sé cómo el marido la soportará, toda la tarde, toda la noche dale que te dale con el chicle. ¿En la casa fumará? Peor, dale que te dale con el cigarrillo, un olor, un gusto debe tener en la boca, todos gastados los dientes. O quizás el marido también implementó la ley en su casa y no la deja fumar más adentro. Entonces cuando sale a fumar se encuentra con algún vecino a quien su mujer le hizo lo mismo, y se juntan porque son los únicos que se soportan con ese gusto. Se mezclan sus lenguas con los cigarrillos, se queman, se abrazan, pero no se besan porque no pueden dejar de fumar. Así no se puede trabajar, le voy a decir al jefe. No se fuma. No se masca chicle, y menos con la boca abierta, parece una nena, y tampoco haciendo globitos. Habría que meterle los dedos en la boca, y aunque ella apriete los dientes, sacarle la bola de chicle. Tiene una bola porque se mete uno, al rato otro, y al rato otro chicle más, sin sacarse ninguno. Dice que hace eso porque el primero ya perdió el gusto, pero si ya perdió el gusto ¿por qué no se lo saca antes de ponerse el segundo? ¿Qué otras cosas hará aunque para ella hayan perdido el gusto? ¿Besar? Para mí mastica la lengua de quien está besando, pensando que es un chicle, si a esta altura debe ser el único gusto que siente. ¿También se acostará con un chicle en la boca? Debe ser por eso que se cortó el pelo: una mañana se despertó y tenía el chicle pegado. Se cortó ese pelo rubio, lindo, aunque lleno de humo, casi que parecía negro, como si sólo fuera un poco amarillo, casi teñido. Se le mezclaba el olor del champú con el humo, como si acabara de llegar de una fiesta, con el cabello limpio, bien peinado todavía, pero con tufo a encierro, a humedad. ¿Con quién estaría ella en esas fiestas? Llega demasiado contenta como para haber estado con el marido. ¿Tendrá marido? Porque en realidad nunca habla. Sólo separa los labios para llevarse cosas a la boca: cigarrillos, chicle, comida, todo con c, clac, clac, clac. Debe tener una aventura con el cadete, con el contador, o con el conserje.
Basta, tengo que seguir trabajando, pero así no me puedo concentrar, voy a jugar un rato a esto de los numeritos. Si pongo un ocho acá, no, no sé. Acá o acá tienen que ir el tres y el cuatro, entonces ya estarían en esta columna: acá va el siete. Es como una pareja. Van estos dos y tiene que ir un tercero, pero no sabe dónde, más cerca de quién, aunque sólo amenazando, cerca, casi como para olfatear el olor a cigarrillo pero no al lado, sin tocarse, ni en la misma fila, ni en la misma columna, ni en el mismo cuadradito. Me quedé. Acabo de poner un siete, qué más puedo hacer. Sigue con el clac, clac, no me puedo concentrar así. Cuando hace puf, cuando explota, es cuando más se huele el chicle, se huele como el cigarrillo. Si por lo menos ella estuviera leyendo en vez de clac, clac, y un globito, y se ríe cuando hace puf. Sonríe. No a carcajadas. Linda sonrisa. Las mejillas se le ponen coloradas y con una hendidura, unos pocitos al lado de los labios, rojos los labios, delgados los labios. Si no fuera por esos dientes amarillos. ¿Qué habrá besado con esos dientes? ¿A cuántos habrá mordido? Ella debe meter todo en su boca, y clava sus dientes amarillos, aprieta fuerte, hasta sacarle jugos al cuerpo, como si fuera un bubalú, y se lo traga. Debe hacer eso con un chicle en la boca, que queda pegado en el otro cuerpo, y después cuando está todo húmedo dentro de ella, el chicle se despega, y se queda flotando. En su vientre debe haber un mar de chicles. ¿Será cierto eso de que se quedan pegados en los pulmones por diez años? ¿Ella dónde los tendrá pegados? Si pulmones casi no le deben quedar, con todo lo que fuma. Debe tenerlos corroídos por la nicotina, un agujero negro, una peste que le va ganando el cuerpo. ¿En los agujeros los va a tener pegados? En los pechos, ahí los debe tener. Como si fuera adentro. Donde va toda la grasa, todo lo blando, todo de chicle. ¿A quiénes les puede gustar eso? Chupar hasta sacar leche de las gomas de mascar. Las tetas de silicona deben ser como de chicle. Sólo a ellas les puede gustar eso, a las que quieren que todos las miren, las que quieren que nadie dude que sus cuerpos de goma son para mascar. ¿Tendrá marcas rojas? ¿Dejará que sus amantes le dejen la firma? Sus pezones deben estar muy rojos de tanto succionar, un poco erosionados, quizás, de que se los chupen tanto. Y ella puede fumar porque su cuerpo de goma no se prende fuego. Como si fuera una muñeca de plástico, y en vez de goma espuma, estuviera rellena con ceniza. Habría que cortarle el cuerpo para que se deshaga, para que vaya dejando un reguero de ceniza gris por el camino, gris canoso, no rubio como su cabello. Habría que atrinchetarla, clavarle la trincheta que hay en su cajón y nunca debe haber usado. O las tijeras, que también deben estar oxidadas. Pero no clavarlas en las tetas porque así engaña a todos. Así ella debe haber llegado acá. A cuántos les habrá mostrados sus tetas para ocupar ese escritorio. Y bastante disimulada, porque que yo sepa, nadie lo sospecha. ¿O lo saben todos y se están riendo de mí? ¿Habrá que pedirle favores? Debe ser por eso que nadie le dice nada cuando clac, clac, clac, globito, puf. ¿Cómo habrá que hacer para tocarla? ¿Enfrentarla en el ascensor? ¿O debe ser abajo cuando van a fumar? Siempre la acompaña alguien, debe ser ahí. ¿O cuando van todos juntos a comer? ¿Será distinto si son todos juntos? ¿Una sola vez todos juntos, o varias veces? Y yo me estoy quedando afuera. Tendría que sumarme para clavarle mis dedos en su cuerpo de goma, si total no le va a doler, dejarle todo marcado para que no pueda engañar a nadie más, hasta en los ojos le voy a dejar un círculo violeta. Ella y yo. Ese clac, clac, puf, vale por ella y yo, nadie más. Quizás le tengo que aceptar los Beldent cuando me ofrece con esa sonrisa, con esa hendidura en las mejillas. La próxima vez le tengo que aceptar. Y qué hago después con el chicle en la boca. ¿Me lo trago? ¿no se quedará pegado en el pulmón? ¿O conviene que los acompañe a comer? Quizás debería. Es que me molesta cómo la gente mastica. Esos dos que tienen la Nuez de Adán, y se ve cómo sube cómo baja cuando tragan comida. Y se escucha el glup glup de la bebida. Seguro que se ríen, y conversan a los gritos. Y ella, debajo de la mesa, debe tocar a alguien con sus piernas. Largas las piernas. Con sus medias negras. Todos saben que estará acariciando a alguien pero hacen como si nada porque es parte del juego. Arriba de la mesa deben estar comiendo el menú uno, y abajo debe haber una ensalada de piernas ¿Quién será su preferido? ¿Se saca los zapatos, acaricia con los pies, los mete en la entrepierna y aprieta? ¿Toca a todos? A las mujeres también. El pie debajo de la pollera, se asoma, calienta. Despacio, con fuerza. El pie en la bombacha. Las manos arriba de la mesa, comiendo, todos sonríen, y alguien chupa un fideo que le cuelga de la boca, y el pie debajo, y no se ve nada, sonríen y no saben a quién está tocando, quizás a varios, quizás a nadie, porque después nadie habla. En realidad nunca toda a nadie y está engañando a todos.
Basta, tengo que seguir trabajando. Voy a jugar a esto de los numeritos así me puedo concentrar de una buena vez. Clac, clac, con más fuerza. Se levanta. Clac, clac, está haciendo un globo muy grande, camina hasta el baño. Puf, el globo explota. Si pongo un dos acá. No, así no puedo. En esta oficina donde el olor a chicle se pegotea en todos lados, no se puede trabajar.

Septiembre 07

20.9.07

Nieve


Caen copos: son blancos pero también rosados y dulces. En la plaza hay algunas parejas y los copos se deshacen cuando tocan la saliva. También hay una chica que está sola, estudiando, que de tanto enciclopedia, de tanto intelectual, se olvidó de divertirse. Cierra los ojos y quiere estar con un amante que haga nevar copos dulces, blancos y rosas, y que se le deshagan en la lengua. Un hombre que trota en calzas piensa en un bailarín de tango que sepa bailar y volar sin mover los pies, y que sepa hacer nevar, para que tengan frío y se abracen y se pasen los copos de nieve de una boca a la otra. Unos cuantos imaginan qué linda sería la nieve volando desprolija, y nomás gritarlo que empieza un viento enloquecedor que revolea hasta las golondrinas más pesadas. Hace que el maquillaje se resbale de las caras y se vean rostros lánguidos. También las palabras retenidas huyen, las sonrisas se contagian, los vestidos se llenan de aire y las señoritas livianas se van remontando como barriletes. Las mujeres más gordas muestran al descuido sus bombachas blancas y zarandean sus polleras sobre mesas de whisky.
En su piso sobre la avenida, Roberto Aníbal Muñiz le dice a María Angélica Rodríguez de Muñiz que la quiere, eso dice, que es lo único que quiere. María Angélica se ha puesto ropa interior nueva color berenjena, y unas ligas rosa viejo. Adentro no vuela nada, el calor sofoca. Apenas él le roza los labios, ella va al baño, se saca las ligas, las guarda en el botiquín y sale en bata. Roberto Aníbal la espera en calzoncillos y con la luz apagada, está todo oscuro, no se ven los cuerpos de nieve ni el corpiño nuevo, no ven ni siquiera sus ojos. Se acuestan tranquilos, no quieren que el viento entre, la ventana está cerrada y adentro hay olor a amor, como le gusta decir a ella. No gimen, suspiran tímidos, se amoldan sus cuerpos. Se tienen y la ventana golpea. El viento parece encaprichado con querer entrar, y la nieve amenaza con congelarlo todo. Pero ellos están tibios, y hoy, domingo por la tarde, no van a dejar que se rompa su ejercicio, ni por el viento, ni la ventana, ni la sirena del auto, ni siquiera por la luz de los copos de nieve.
Afuera las hojas de papel se rebelan, una carta de amor se pierde en un cuaderno equivocado; un bonete se incrusta en una rama. Ellos dos, metidos en la pieza parecen quietos, armónicos en el silencio y está apunto de estallar la ventana y el afuera todavía no entra. Está por resquebrajarse, quizás se rompa el adentro, y la cama se llene de vidrios, y cuando quieran volver a acostarse en las sábanas sentirán los pinchazos, sus cuerpos van a rasguñarse y no les va a quedar más remedio que ponerse alcohol en las heridas. Sus cuerpos van a arden; sería un lío. Prefieren detener la práctica, aunque ya estaban por llegar a la televisión porque después, para descansar y dormir tranquilos, siempre la televisión. El viento quiere entrar, meterse en la cama invadir el dormitorio revolear los cuerpos separarlos, piensan ellos. Él, con toda la parsimonia de la nieve, se desencastra, apoya los pies en la cerámica blanca y fría, baja la persiana de un movimiento: el viento ya no golpea, los copos quedan detrás del vidrio, en el dormitorio no se distinguen los contornos; a tientas, vuelve a acostarse. Pero ahora está desconcentrado pensando en el desorden que el viento estará haciendo afuera, imagina que en la plaza debe haber alguna chica hermosa cerrando su enciclopedia mojada, abriendo la boca, lamiendo la nieve.
Pasa un brazo por debajo de la cabeza de su esposa; prende la televisión.

24.8.07

Desde el pasto

Ya se sentó. No jugamos más. Ahora vamos a entrar a casa, él va a mirarme y va a decirme que vuelva al parque Yo voy a salir, él se va a quedar adentro tomando mate con mamá. Hablando no sé de qué, porque yo estoy afuera, sentada en el pasto, jugando con una piedrita: la tiro al aire, pasa una bicicleta, tiro de nuevo la piedrita, la bicicleta vuelve a pasar. Cuando hay barriletes me quedo mirándolos y no juego con las piedras. Nosotros no tenemos bicicleta. No sé por qué, si papá trabaja y mamá dice que la gente trabaja para poder comprarse las cosas que quiere. Yo quiero una bici. Porque además seguro que si compran una bici es para mí, aunque Pablo sea más grande, porque él tiene asma, y si no puede jugar a la mancha conmigo tampoco va a poder andar en bici. Porque si pudiera andar me estaría haciendo trampa. Y cómo Pablito va a hacer trampa, si él es tan bueno. Pobre, un chico tan bueno y con asma. Eso dice mamá. Yo también, así que la bici va a ser para mí. Yo quiero una rosa. Va a ser la más linda. Todos me la van a pedir, y yo la voy a prestar, y pobre Pablito no va a poder andar en bicicleta. Él va a hacer de cuenta que no le importa y se va a quedar adentro, como ahora, tomando mate con mamá. Él dice que le gusta el mate de agua, a mí me gusta más el de leche, pero seguro que lo dice para hacerse el grande. Se va a quedar hablando, como ahora, no sé de qué, porque cuando entro yo, mamá me da un pan con manteca, nos trae los cuadernos de la escuela, y ella no habla más. Yo quiero hablarle a mamá, y que ella me cuente sus cosas, porque seguro que a Pablo le cuenta todo. Mejor que no me regalen una bici, mejor que le hagan un regalo a él, así puede irse a jugar y yo me quedo adentro con mamá. Y después que entre él, cuando se aburra, y entonces vamos a correr todo de la mesa, para no manchar, y vamos a hacer la tarea. Eso me gusta. Pablo nunca se cansa de hacer la tarea, me gusta cuando hace sus dibujos en mi cuaderno. Podemos estar hasta la noche, hasta cuando se acaba la luz. Y mamá nos reta a los dos porque seguimos haciendo la tarea en la oscuridad. Los dos la miramos desde la mesa, cerramos los cuadernos y empezamos a contarle a los gritos lo que aprendimos en la escuela. Y a veces yo la ayudo a cocinar. Hoy la voy a ayudar, ojalá que haya sopa, que se le puede poner cualquier cosa, zanahoria, batata, lo que haya.
¿Y si a mí me agarra asma? ¿Cómo hace él? ¿tose? ¿eso es el asma? A mí me sale toser pero creo que no tengo asma, no sé por qué le vino sólo a él. No se la pescó un día porque siempre la tuvo, desde que me acuerdo. Creo que me gustaría tener, un día por lo menos así él viene y me alivia, y mamá me convida un mate, a la enferma, a mí, pobrecita, con asma, andá Pablito, andá a correr, que yo me quedo con mamá, andá. Y Pablo se va a la calle, y con mamá hablamos. Le puedo contar de la escuela, de los hijos de la señorita, hasta un cuento le puedo contar, y cuando no tenga nada más que decir, cuando ya está cansada de hablar, cuando ella me haya contado todo, recién entonces que entre Pablo, y mamá le convide un pan con manteca.



Hace calor. Mucho calor. Hoy es domingo y papá está con nosotros en la plaza. Iban a venir los primos pero al final no, sólo los tíos. Están allá, hablando con mamá y papá, Pablo y yo estamos jugando a las cartas. No me gusta. Yo quería jugar a la escondida pero Pablo ya se cansó. No sé para qué venimos a la plaza si nos vamos a quedar quietos. Hace calor. Y hay un montón de gente. Hay un montón de bicicletas también. Y barriletes. Pero a Pablo no le gusta mirar los barriletes y se enoja si me quedo mirándolos. No me gusta este juego. Es aburrido. Mamá y papá están lejos y no escucho lo que dicen. Se ríen. Yo quiero ir a hablar con ellos, a reírme. Hay unos chicos en este árbol. Los veo desde abajo. Uno tiene el pantalón roto porque se lo enganchó con una rama. A Pablo ya le agarró el asma así que tampoco puede subirse al árbol. Es el más grande de la plaza. Un día que no esté Pablo voy a venir y me voy a trepar. Un día que no esté Pablo pero que esté mamá. Son chicos más grandes. Deben tener trece o catorce. Son cinco. Pablo me retó, me dijo que me concentrara que si no el juego es aburrido. Ya sé que este juego es aburrido, pero parece que a él le gusta. Pobre Pablito, que tiene asma, y no puede correr, no puede hacer nada. Los chicos tienen una botella de cerveza.
¿Vos probaste la cerveza, Pablo?
No, nena, qué asco. Dale, jugá.
Tiro el culo sucio, siempre me toca. Yo sí probé la cerveza, es horrible. Un día, en el cumpleaños de la abuela. Agarré un vaso de la mesa, y me serví Coca, y el vaso tenía un poco de cerveza. Pero es fea. Mamá ya me deja tomar un poco de café, lo que queda en las tazas. Ya estoy grande. Estoy grande para este juego. Los chicos se ríen, y se pasan la botella. A mí me parece que se va a caer. Son lindos. Aunque los veo desde abajo. Yo quiero tener un novio grande, lindo, y que sea alto como papá. Quiero un novio que no tenga asma, que podamos subirnos a los árboles, y que tenga una bicicleta y que me la preste y que no le guste jugar a las cartas. Mamá y papá están lejos, ni siquiera puedo ir a escuchar de qué se ríen porque nos dieron una botella de jugo. Y para qué puedo ir si no es a buscar jugo. Yo ya estoy grande pero me parece que Pablo no porque nunca puede hacer nada.
Los chicos gritan. Pablo grita. No sé qué pasó. Los chicos se están bajando del árbol. Pablo llora, grita. Mamá y papá se están acercando. Los chicos ya se bajaron y salieron corriendo. Mamá y papá vienen rápido. Pablo llora, se ahoga. Tiene la mano lastimada. Con sangre. Mamá y papá le preguntan si está bien. Mamá lo abraza. Papá sale corriendo atrás de los chicos. Pero ya están lejos, cruzando la calle. No los va a alcanzar. Pobre Pablito, llora. Dale, levantate, le dice mamá, hay que poner una gasa. Papá vuelve corriendo, cansado. Le hace upa a Pablo; mamá le mira la mano, tiene sangre, tiene un vidrio clavado. Huelo a cerveza, veo los vidrios. Son filosos, son marrones, son suaves y están mojados. Mi vestido está limpio. Se cayó al lado de Pablo. Hay unos pedazos grandes, y algunos vidrios muy chiquitos. Algunos tienen el borde redondeado, paso el dedo y no me lastimo. Otros parecen filosos. Apoyo el dedo. Me pincha. Pongo la palma de la mano. Me pincha. Se me clava, despacio. Lo clavo, me duele. Me parece que siento la sangre. Se me hunde la piel, bien profundo. Se me va a morir la mano. Me voy a desangrar, acá en medio de la plaza. Y mamá y papá están con el pobre de Pablo. Tengo el vidrio pegado en la carne, metido entre los huesos, pero no grito. No digo ni mu. Ni una palabra.


Agosto 2007

26.7.07

Música

(A Tomás Manoukian, amándote)

Es la cuestión histórica más estética, anárquica y acéfala. Los jóvenes la llevan a la práctica, de una manera rítmica, lúdica, cíclica.

Dos jóvenes espléndidos, en algún momento terminan con su día público, rehuyen a ámbitos de penumbra, y allí se encuentran. Es lógico: comienzan con un prólogo anacrúsico, se enfrentan, se recorren, y en movimientos rústicos se acercan, se sienten prójimos, y muy próximos. Un ejército de luciérnagas lumínicas, como un estímulo inédito, revolotea entre ellos. Todo se hace más nítido. Aunque también se convierte en daltónico, porque los vértices se empiezan a romper, y los colores cálidos invaden a los gélidos.
Después el pecho cardíaco golpea más rápido, y los jóvenes intrépidos, tienen movimientos pélvicos, sin vértigos. Los pequeños médanos parecen que tuvieran erupciones volcánicas y estuvieran coléricos. Lo cóncavo late, y lo convexo también.
Se retuercen, se revuelcan con propósitos eróticos, con balanceos mínimos y mayúsculos, como acróbatas. Por momentos el baile es muy fálico, y a veces los ritmos son fáciles, pero no por eso paupérrimos.
Todo se vuelve térmico y catártico. A los jóvenes les empieza a faltar el oxígeno, quedan asmáticos, se confiesan en cualquier tónica, con un canto apenas melódico, muy simple: gemidos armónicos. Pero no diáfanos. Las manos elásticas son mágicas, sacrílegas, llegan hasta lo más hondo de lo ínfimo, de lo íntimo. Sus cuerpos se vuelven lúbricos en esa lucha titánica, enérgica, y el tiempo pareciera nunca ser pretérito. En algún momento se llega al término con un hálito orgásmico, eufórico, casi poético.
Ellos quedan afónicos, y se despiden con júbilo hasta su próximo encuentro libérrimo.

13.7.07

Figuras simples y perfectas

I
Paula le contó a Silvina de la noche anterior. Estuvo con un chico que conoció en una fiesta, bailaron y después fueron a un hotel. Ella nunca había estado. Los espejos. Eso fue lo que más le gustó. Ella en todos los rincones de la pieza, observando cómo era cogida, deseándose, moviéndose frenética, intentando llegar a la pared para tocarse, aunque su figura en el espejo estuviera fría, no como su cuerpo en la cama, cuerpo sudado en cama húmeda. Se preguntó si era voyeur, alguna vez había escuchado esa palabra, y ahora la usaba siempre que podía. Debía ser porque le excitaba verse penetrada de frente, de costado, por alguien cualquiera. O quizás no era, porque disfrutaba mirando su cuerpo, sólo a ella, bien cerca del espejo, bien cerca de sus propios labios entreabiertos, de su boquita petera. Sus gemidos retumbaban en las paredes, no había otros sonidos: la música del hotel parecía de consultorio médico y habían preferido apagarla. No sabía si él había jadeado como un borracho o como un perro, ella, perra, ella, de arriba, de atrás, aplastada, atornillada una y otra vez.
Cuando él se durmió ella fue a ducharse. Hasta en la bañadera había un espejo que ocupaba desde el techo hasta los pies; se empañaba y por momentos quedaba diluida. Con los dedos iba redescubriendo sus curvas, dibujándolas, reapareciendo de a poco. Vio una mano que la envolvía, amagaba, jugó con el arito plateado en el ombligo, y al final la conquistó. El agua se resbalaba por el pelo, la espalda, por todo el cuerpo, acariciándole las piernas, y esa tibieza hacía su piel más suave, le limpió la transpiración, le mojó los labios, unas gotas se mezclaron con su saliva y cayeron en el suelo de la bañadera.
Él seguía durmiendo. Ella lo despertó y le dijo que se vistiera rápido porque debía volver a su casa.
Eso le contó Paula. Silvina la miró con los ojos muy abiertos: tampoco conocía los hoteles.


II
Silvina le confesó que a ella también le gustaba acariciarse en la bañadera. Jugaba a que era actriz, rebalsada de seducción y la lluvia era champagne. Siempre se imaginaba que alguien entraba al baño y la veía a través de la cortina, esa que tenía en la casa, con unos dibujos de palmeras y una playa y el mar, que era transparente. Como si ella fuera una modelo, de esas en bikini, que llevan tragos de colores a la pileta. O como si fuera la protagonista de una película erótica, y en un momento llega un asesino que la quiere matar, pero la encuentra bañándose, y como ella es tan hermosa, el asesino se queda mirándola, se masturba y acaba sobre el bidet. Pero nunca se decide si el asesino al final la mata o no.
Paula sonrió. Se la imaginó en la ducha. Desnuda, con la piel mojada, brillante, y una gota deslizándose por los pechos, rodeando la panza, hundiéndose en el ombligo. Ahí aparece Paula en la escena, pero no es el asesino; Paula se mete en la bañadera, lame la humedad de Silvina, desde los pies, los muslos, la entrepierna, los labios, besa, lame. Sobre ella también llueve.
Le preguntó a Silvina si su piel era como la de una negra brasilera, o más bien como la de una amazona. Silvina sonrió. Bajó la vista, tímida, avergonzada. Pero la levantó enseguida, y miró a Paula con una de esas ojeadas que echan las mujeres cuando se están pintando las uñas y de repente levantan la vista y fulminan. Paula tenía una sonrisa preciosa, dientes blancos y parejos, como esas actrices de la tele, con los labios que parecían de colágeno, de rouge. Y los ojos oscuros la desnudaban.

III
Ninguna de las dos había visto películas eróticas. No sabían si tenían argumento. Prefirieron que sí. La historia que más les convenció fue la de la alumna irresistible, nínfula como ellas, con el pelo largo y pollera de colegiala. Con el profesor de biología. No se pusieron de acuerdo en cada uno de los rasgos del profesor, sí en que tenía menos de treinta y con el pecho lampiño; Paula lo quería con un poco de panza, un poco no mucho, porque esos tienen más fuerza, porque tienen la autoestima por el piso y te cogen como si fuera la última vez en su vida, eso dijo. Que les hablara del cuerpo humano, del sistema nervioso, o de los métodos anticonceptivos, ellas mientras tanto pensarían que la mejor manera de aprender es en la práctica. Silvina recordó que en un libro había leído una frase muy linda: “En el suelo hay abierto un libro de medicina. Para mí es un libro de hechizos, piel dice, piel, profe”. Eso le dirían. Que fuera una clase particular en el laboratorio, así el profesor las poseía con su jeringa, su aguja, su veneno, las inyectaba arriba de la mesada. O podía ser en el aula, con la puerta cerrada y que sus compañeras hicieran fila para espiar por la cerradura, agachadas, sacando culo, y la pollerita de colegiala es tan corta que sería una hilera de bombachas, ligas y medias de red. Y cuando ellas salieran del aula, el profe habría quedado como muerto arriba del escritorio. También serviría si el profesor fuera de matemática, y que les explicara las ecuaciones, las tangentes y los senos y ellas no entendieran nada, y él las mirara enredarse un pechón de pelo en los dedos, y el escote, y los senos.
En un momento Paula le preguntó a Silvina si se estaba imaginando la escena ella sola con el profesor, o si también estaba ella, Paula, los tres. Sonrieron y no se contestaron.


IV
El pelo de Silvina era largo hasta la cadera, enrulado y negro. Así debía ser el de la actriz de la película porno. No rubia. Rubia era de muy puta; y ni hablar de las pelirrojas, que encima tienen toda la cara plagada de pecas. Y jamás pelada. Si una es pela es como avergonzarse de ser mujer. Porque además es de enferma; si está enferma, en la película la actriz debería usar peluca. Pero pelada del todo, no. No es sensual, es un asco. Imaginate que estás cogiendo con una chica, después ella va al baño a ducharse, se saca la peluca y le ves la cabeza calva: o la matás ahí mismo; o salís corriendo; o metés tu cabeza en una palangana llena de agua para que se te meta por las orejas, llegue hasta el cerebro, se te inunde y te olvides de esa imagen horrible. Silvina se acordó que una vez había leído un cuento de una prostituta que era pelada y tenía dos cicatrices en la cabeza pero nunca se decía qué le había pasado. Esa escena era la mejor del libro. Le preguntó a Paula si tenía cicatrices. Paula se descalzó, y le mostró una en el pie de cuando le habían sacado un lunar a los cinco años, pero casi no se le veía. Recordaba que se lo habían sacado en el verano porque por algunos días no había podido meterse a la pelopincho. Silvina dijo no tener cicatrices. Paula no le creyó, dijo que todos tenían: su primo tenía una en la ceja, su mamá en la pierna, su hermana en una teta una vez que se había quemado con un cigarrillo. Silvina quiso saber sobre el escote de la hermana, que hasta dónde era, qué dónde la cicatriz, qué cuándo, y si se la había mostrado. Paula le preguntó si quería verle las tetas a la hermana o prefería vérselas a ella. Y le volvió a preguntar sobre sus cicatrices. Silvina repitió que no tenía. Denudate, le pidió Paula, quería buscarle ella misma en todo el cuerpo, cicatrices, que alguna seguro iba a encontrar.

V
Silvina la miró, le observó la camisa, la panza, se acordó del arito en el ombligo. Los botones a la altura del pecho dejaban ver el corpiño, a propósito pensó. Supuso que el hombre que había hecho ese diseño, lo había inventado recordando los pechos de su novia. O quizás no tenía. Seguro que no tenía novia, si el noviazgo al final termina matando la sugestión. Y eso provocaban los botones así. Hechos para ir en el colectivo, ambos, el diseñador y una mujer con su modelo, ella leyendo, haciéndose la indiferente, y él mirando la camisa, la tela estirada, imaginando que corre el corpiño. Especulando sobre el pezón, que es lo que más cambia de un cuerpo a otro. Cómo será el pezón de la mujer con su camisa que viaja en colectivo, haciendo como si nada. A él se le hace agua la boca. Ella sonríe, sigue leyendo, saborea que él la mira, se imagina que le termina de separar esos dos botones que amenazan con ceder, piensa que la quiere desvestir, aunque no está del todo segura si de verdad desea que la toque, y hasta se pregunta si quiere que igual, de todos modos, él la sacuda; y él está por estallar junto con los botones, y quiere destruir la camisa y cogerse a la mujer en medio del colectivo. Y la odia, odia su diseño por hacer a las mujeres más sugestivas, más seductoras, todavía más perfectas. En eso pensaba Silvina mientras desabotonaba con la mirada, la camisa de Paula.


VI
Desde sus risitas, entre comentarios impúdicos y tímidos, se imaginaron dónde estaba prohibido hacer el amor. En un bar. Ellas dejarían que sus piernas se rozaran con las del compañero de esa noche. Sentados a una mesa, si son casi desconocidos, mejor. Una cerveza y otra: la cerveza como un Titanic que rompe el hielo y después empieza el descontrol. Un trago tras otro y una horda de gente en la pista de baile. Ellas se mezclarían, también se dejarían manosear por las luces de colores, acosadas por la música, hirviendo y transpirando. Un manojo de llaves caería al suelo. Ellas se agacharían para agarrar las llaves y los cuerpos se tropezarían unos sobre otros, encimados. Una montaña de pieles, de bocas, de agujeros, de lenguas. Después ellas saldrían del bar, con una sonrisa tibia, por haber conocido lo más hondo del pozo.
También pensaron que sería atractivo hacerlo en el tren, de noche, cuando todos duermen. Ellas se levantan, caminan por los pasillos. No pueden dormirse porque están aburridas, volviendo de unas vacaciones tediosas, sin nada para recordar. No pueden mirar el reloj porque está todo oscuro, y eso les molesta porque los minutos no pasan más. Siguen caminando por el tren, todos duermen, bastantes ronquidos, algunos murmullos aislados, el resto en silencio. De afuera sólo se ve el campo y los postes de luz, todo igual, como si no avanzaran, como si el tiempo se hubiera detenido en serio. En algún momento, entre un vagón y otro, un cuerpo las mete en el baño, las aprieta contra la pared, las viola y se va. Ellas se quedan adentro, sentadas en la pileta un rato más. No lloran. Sienten el cuerpo sucio pero no les duele. Se acomodan la ropa, y salen del baño. Ahora sí tienen algo para recordar.


VII
Lo pensaron un segundo más y una línea de frío les recorrió el cuerpo y se abrazaron para que nunca les pase. Pensaron que era culpa de la cabeza donde todo está permitido. Y también que en los cuerpos, con los cuerpos, se tendrían que escribir los días porque no pueden olvidar, quedan marcados para siempre. Por eso convendría hacer el amor de una vez por todas con las personas prohibidas, con las mujeres más imposibles, acariciarse en las fuentes de los parques, hacerlo a la luz de los árboles y a las sombras del atardecer. Eso dijeron, eso quisieron. Sus caras fueron acercándose, prudentes, osadas, como cruzando un puente colgante. Se olieron a distancia pidiéndose permiso, expectantes por lo que harían los otros labios. Sintieron sus bocas mullidas, sus cuellos, sus huecos para ser mordidos. Mientras se besaban, se aprisionaron las caras casi con violencia, para asegurarse que eso les estaba pasando. Sus cuerpos se humedecieron, más suaves, más salados. Rompieron la frontera entre sus jugos una y otra vez. Silvina sentía una lengua inquieta, de adrenalina. Paula lamió, chupó, mordió, se llenó la boca de Silvina. Hasta besó una verruga que tenía entre las tetas. Después le acarició el pelo, que se le pegoteaba en la cara, molestando. Le recorrió todo el cuerpo, la manoseó con la vista, de arriba, de atrás, buscando alguna herida, alguna cicatriz.
Silvina lo primero que miró fueron los pezones. Los de Paula eran más oscuros que los de ella, pero si los besaba mucho se ponían más rojos y grandes, y le dieron ganas hasta de masticarlos. Toqueteaba el arito del ombligo y metía lo dedos en la boca de Paula. Uno, dos, despacio y más fuerte, buscando los rincones en un cuerpo parecido al suyo. Quiso meter toda su mano. Quiso que su cuerpo se achicara para meterse entera dentro de Paula, nadar en su vientre, entre las tripas hasta llegar muy cerca del corazón. Pero no estaba segura, porque le parecía, entre esa penumbra azul y ciruela, que la mirada de Paula, como el fuego, tenía una mitad de frío. Pero Silvina siguió para convencerla, para que la quisiera por esa noche aunque la declaración de amor la estuviera haciendo tan torpemente, con faltas de ortografía. Le gimió en la oreja, le dejó sus marcas de saliva en todo el desnudo, en cada curva, en cada lunar, hasta en los granos. Y Paula al fin sonrió.
Eso fue el principio.
Después se inventaron algunos secretos.
Después empezaron muchas veces de nuevo.







Julio 2007

19.6.07

Servir té

Yo odio a las viejas. Odié a mi bisabuela que se murió recién cuando cumplió noventa y ocho años. Odio a mi abuela, que no quiere morirse, está aferrada, encaprichada, la vieja.

La primera llegó a las cuatro y media. Debía estar aburrida: habían reservado la mesa para las cinco. Después siguieron llegando otras, dos, tres. Se saludaron a los gritos y siguieron gritándose mientras hablaban. Ese era su modo de conversar. No es que chillaban porque hubiera ruido, no: estaban ellas solas en la confitería. Supuse que hacían tanto escándalo porque estaban siendo hipócritas, seguro no tenían ganas de estar juntas, ni ellas se debían aguantar. Yo quería llevarles el té con las masitas así se callaban un poco, pero las viejas me pidieron que les sirviera recién cuando estuvieran todas.

Se reían. Debían haber sido compañeras del colegio y estarían recordando anécdotas de cuando habían sido jovencitas. Intenté imaginarlas jóvenes. Observé sus rostros. Arrugas, piel blanda, consumida. Miré otra cara. Facciones duras. Rasgos hechos para el formol, sin pasado. Y sin futuro, porque cuando las viejas se mueran, en el cajón van a estar así de maquilladas, más no se puede. Siempre fueron, y seguirán siendo siempre iguales: leyendo poesías, ante una mesa, o acostadas en la cama. No en el parque porque queda mal, cómo una señorita pacata va a andar sola; y ahora, si casi no pueden caminar, qué van a hacer las viejas en un parque. Criticar a las parejas que van a besarse, eso van a decir las viejas: Estos jovencitos que no tienen sentido del decoro. Y seguro que se ponen los anteojos para ver mejor qué están haciendo los jovencitos, para censurarlos, por envidiosas. Porque a ellas nunca les comieron la boca.

Siguieron llegando. En un momento una me miró desde lejos, no sé hasta dónde vería: Muchachito, la bandeja por favor. Había una docena de viejas. Tres de masitas. Si les dejaba la tetera sobre la mesa para no interrumpirlas, no iban a poder servirse en las tazas: no le embocarían porque sus manos temblaban un poco. Tenían las uñas pintadas. Es que las viejas se pintan de rojo estridente, para ver si por la uña, por los dedos, por la piel, el color vivo se les mete en el cuerpo y les traspasa la energía. Se pintan porque se están muriendo.

Mientras le servía té, a una de las señoras se le cayó un pañuelo al suelo. No sé por qué lo tenía en la mano. Quizás era para limpiarse los labios después de morder la masita porque todo tenía que ser así, pulcro, intacto, como si no hubiera pasado nada, como si no estuvieran engordando, como si le estuvieran haciendo caso al doctor que les prohíbe esto y lo otro. Como si la vida no les terminara de pasar y fuera eterna, o como si el tiempo estuviera eternamente quieto. Esa vieja tenía los labios muy finitos. Me imaginé una cara sin boca. Que la vieja se callaba por un momento, que dejaba de repetir, de repetirse. Me agaché para agarrar el pañuelo. Y vi, en unas sandalias inescrupulosas, vi dedos gastados, callos, piel dura, áspera. Pies angostos, con las venas muy marcadas. Tuve ganas de apretarle las venas, fijarme hasta dónde podía resistir esa piel tan gastada, y que en un momento se acumule tanta sangre que al final el pie explote. Total, qué le podría pasar. Si ya no debía sentir nada. Si el cuerpo de las viejas sólo está para romperse y sufrir. Levanté el pañuelo y seguí sirviendo.

La vieja de al lado me dijo que yo era muy lindo, que era muy buen mozo, y por eso mismo no tenía que ser mozo. Y se rió de su propio chiste. Que yo parecía, y merecía ser un visitador médico, o un doctor. Eso dijo. Pensé en la clienta de los jueves a la tarde, que llega, se sienta, dos horas tomando un capuccino con tres facturas, dos horas y se va. Debe ser profesora porque siempre está corrigiendo papeles, y entonces yo no la puedo interrumpir para sacarle charla, ni siquiera para preguntarle el nombre. La vi, su boca, sus labios, que no me decían un capuchino con tres facturas, que mejor juguemos al doctor, y yo soy tu enfermera. Y ahí mismo su trajecito marrón, se hace un guardapolvo blanco, y abajo tiene ropa interior que hace juego. La subo a la mesa, le desabrocho el guardapolvo, la abro de piernas y la cojo delante de toda la clientela. Ahí mismo. Arriba de la mesa. Y que la ropa interior sea de color oscuro, así se transparenta con el guardapolvo puesto y todo.

Volví a las viejas. Me miraban. Esperaban que siguiera sirviendo. Miré a la que dijo el piropo. Me sonreía. Seguro que me estaba desnudando con la mirada, y ella se imaginaba como mi enfermera. Me dio asco. Tenía escote y las tetas caídas, una provocación patética. En los brazos y en el cuello se le veían manchitas blancas, como si fueran hongos. Le sonreí. Gracias, señora. Pero en serio que este muchachito no parece mesero ¿o no, chicas? El ‘chicas’ me recorrió el cuerpo, la mano me tembló y se me cayó té sobre el plato. Parece que tan buen mozo no soy, señora, ahora lo limpio.

Mientras iba a la cocina imaginé qué habría pasado si no hubiera habido plato: té caído sobre la mesa, esparciéndose, mojando la pollera de una vieja. No gritaría, no tendría gritito de muñeca. Tampoco se animaría a gritar si en la bañadera, una sombra detrás de la cortina, tiene un cuchillo en la mano y está dispuesta a asesinar; si entonces no va gritar, esa no es una mujer. Es que si da lástima desnuda, si da pena, entonces no es una mujer. Pero esas viejas maquilladas sí creían que lo eran. Se merecían la guillotina por blasfemar. No un disparo, la guillotina, el verdugo que no existe más, como las viejas que no deberían existir más. Para qué, si ya no les queda nada por hacer. Escuchar al médico que suma enfermedades, suma dolores, suma píldoras, viejas drogadictas. Escuchar a un doctor que después de atenderlas no quiere cogerse más a su enfermera porque las viejas le sacaron las ganas. Meten el rechazo, la repulsión en el cuerpo. Dan bronca, viejas conservadoras. Lo que no sé es por cuánto tiempo piensan que van a poder conservar ese cuerpo después de muertas. Imaginé a las viejas colgadas de ganchos. A cada una por separado y después a todas juntas. Con las cabezas amputadas. Y sus cuerpos se van a pudrir. Eso me pregunto. En cuánto tiempo. Porque se van a pudrir, no a conservar, porque ellas serán conservadoras pero los gusanos igual se las van a comer. Los bichos carroñeros, los insectos se les van a meter por el culo, por todos los agujeros del cuerpo, y van a terminar de chuparles la sangre que les queda. Pobres bichos. Porque las viejas largan olor. Son pestilentes. Todos los viejos en realidad. Ni hablar de sus muebles, o de sus casas. Toda casa de viejo tiene olor a humedad, a encierro, a oscuridad. El olor de las viejas no sé si será por el perfume, o la ropa, o el champú. Y todo lo que tocan, como el oro, pero al revés, todo lo que tocan se contagia. Pero si el olor que largan las viejas es contagioso, ¿convendrá la guillotina? Porque el olor puede salir de sus gargantas decapitadas y expandirse por la ciudad y generar peste, ¿no será mejor una muerte más discreta como un disparo seco, o meterles veneno en el té?

Deje, deje que así está bien. Miré alrededor. La mesa, las viejas. Yo tenía un trapo en la mano y estaba limpiando una y otra vez sobre el mismo lugar. En la bandeja tenía un plato limpio para reemplazar el mojado. Terminé de servir. Dos tazas faltaban. Sonreí pensando en el té envenenado. Pero me volvió la repugnancia cuando me di cuenta que las viejas iban a manchar las tazas con rouge. Agarré el plato sucio y el trapo, y cuando me estaba por ir de la mesa, una vieja me dijo que no me preocupara por lo del té, que fue un accidente, y además que a la gente linda como usted, muchachito, a la gente linda se le perdona todo.

Junio 07

13.6.07

Soñando barriletes

Empecé a ir al parque cuando tenía doce, un verano que no me fui de vacaciones. Iba todas las mañanas, siempre de mañana porque a la tarde están los nenitos que gritan, corren por todos lados y no me dejan tranquila. Iba con algún libro de poesía, soy amante de la poesía porque te hace volar: la poesía son palabras mayores. Me gustan los poemas de amor, para ponerse a llorar. O también los poemas sobre la lluvia, una lee y espera a algún amante que no llega, y una se inventa cosas: que quiere llegar con flores y con la lluvia no encuentra ninguna florería abierta, o algo así. Hasta que al final una se da cuenta que no hay nadie por venir, que no hay príncipe, que una está sola y se queda llorando, como la lluvia. Por eso me gustan las poesías. Ese verano iba siempre al parque y me sentaba en el banco de cemento que está frente a los juegos de los nenes, que a la mañana es el lugar más tranquilo.

Él también tenía doce y yo lo vi creo que desde el principio. Cuando yo llegaba él ya estaba parado al lado de las mesas de ajedrez recortando papelitos para decorar su barrilete. Siempre tenía distintos, y los decoraba. Apoyaba el barrilete arriba de las mesas de ajedrez y les agregaba alguna cosita, un papel de color, les hacía algún dibujo o algo. Después lo probaba, lo hacía volar, corría por el parque, por los senderos de piedritas. Era hermoso, como una pintura o una poesía. Y yo lo miraba porque barriletes casi no hay, y menos varones que los remonten. Ni varones que remonten barriletes ni mujeres que leamos poesía, casi no hay. Porque es lo mismo. El barrilete vuela, sube, baja, emociona, se mete entre las nubes, se esconde, se desliza, toca el cielo, te hace llorar como la poesía. Así que él me gustó apenas lo vi. Él era todo un poeta. Yo lo veía alejarse, perderse entre los árboles, y me olvidaba de mi libro.

Una vez me preguntó cómo me llamaba y a la mañana siguiente cuando llegué al parque lo vi cortando en papel de barrilete las letras de mi nombre. Ese día vi las formas más lindas. Él y su barrilete acariciaban las nubes, y yo no abrí mi libro de poesía porque él volaba para mí. Era el poeta que estaba esperado, no uno que me quería conquistar con palabras de otro: éste era mi príncipe. Cuando terminó de hacerme dibujos en el cielo, se acercó. Dejó el barrilete en la mesa de ajedrez, sacó de su mochila un paquete de galletitas, me sonrió, yo lo miré, y se sentó a mi lado. Me convidó. El dulce no me gusta, y además las galletitas engordan, y después una engorda engorda engorda y no puede adelgazar nunca más, pero las acepté igual porque fue un lindo gesto.

A partir de ese día ya no lo miraba todo el tiempo mientras remontaba el barrilete, si yo iba a al parque a leer poesía, y a buscar al gran amor de la vida, todas la mujeres siempre buscan eso, pero eso yo ya lo había encontrado así que sólo me faltaba leer. Y cuando me cansaba de leer y él de volar nos poníamos a comer la galletitas dulces, y yo empecé a llevar un termo con jugo. Ahí me di cuenta que además de los barriletes, las galletitas también cambiaban todos los días, yo ni siquiera me imaginaba que hubiera tantas variedades diferentes. Probé cada cosa. Las peores fueron las Óreo bañadas. Ésas eran las peores, tan dulces, tan empalagosas. Y encima se te pega toda la galletita en los dientes y quedan marrones, sucios, es una asquerosidad, después no le podía dar un beso, así que tenía que cerrar los ojos para no ver esos dientes manchados, ese puré de galletita entre la encía y el inicio de los dientes. Porque nos besábamos, sí. Pero nada más, para eso hay que casarse. Después empezó a comparar marcas: comparaba las galletitas de azúcar blanco, las 9 de Oro con las Don Satur; comparaba los surtidos Bagley con el Arcor. Hablaba mucho de eso, y yo le daba un vasito de jugo para que se callara un poco, y entonces yo empezaba a hablarle de poesía, de lo que estaba leyendo, de algún que otro poema que me animo a escribir, y de esas cosas que una dice cuando se está enamorando. Porque él hablaba mucho de galletitas pero a mí lo que me gustaba era cuando hablaba de los barriletes, y de las formas que tienen, de cómo vuelan, de cómo remontarlos, de los barriletes como palabras, de cómo hacer que acaricien las nubes, que vuelen como pájaros, usaba cada frase. Hablaba con una pasión digna de poeta, digna de mi amor.

Pero el problema de todo fue que la variedad de galletitas se acabó. Porque la galletita dentro de todo, una, dos, pero las golosinas no me gustan nada. Y ahí empezó a traerme caramelos, helados, chicles, conitos de coco, de dulce. ¿Y yo qué le iba a decir? Si era tan romántico. Era un varón sólo para mí, un poeta que me regalaba golosinas ¿no lo iba a querer?

Una mañana llegué al parque y él no estaba. Me preocupé. Él siempre llegaba antes que yo. ¿Y si le había pasado algo? De repente lo vi llegar. A lo lejos. Venía corriendo, movía los brazos, contento. Me gritaba algo, pero no lo podía escuchar, estaba muy lejos todavía, del otro lado de la calle, me acuerdo porque venía apurado y por poco no lo atropella un auto. Venía corriendo tan rápido que cuando entró al sendero de piedritas casi se resbala. Yo me emocioné, venía corriendo hacia mí, por mí, porque había llegado tarde a nuestra cita. Y ahí pensé: “este chico me quiere”. Cuando llegó al lado mío empezó a tranquilizarse, estaba muy agitado, sonreía. Salió, salió, me dijo, salió este nuevo, y te lo compré. Tomá, para vos. En la mano tenía un Terrabusi. Sería nuevo. Qué le iba a decir. Le sonreí, y lo comimos juntos.

Después de eso algunos días empecé a faltar a nuestra cita. Por un lado porque no quería comer más golosinas, no quería engordar más. Y por otro lado porque me di cuenta que él hacía tiempo que no remontaba sus barriletes, que sólo los arreglaba, les pegaba alguna cosa, pero ya no corría, no los hacía volar, no hacía más poesía. Ya está, me había conquistado y ahora se dormía en los laureles, ah, no. Yo iba a seguir manteniendo mi figura y él tenía que seguir remontando barriletes, escribiendo en el cielo. O quizás no era tan poeta como había pensado. Quizás era sólo un gordo al que le encantaban los barriletes, ¿y a mí eso me había me gustado?, ni siquiera sabía por qué lo hacía, desde cuándo, por qué todos los días era un barrilete distinto. Y además me hablaba, no remontaba más, me hablaba y no me dejaba leer.

Una mañana cuando llegué al parque, lo vi sentado en el banco de cemento, no parado al lado de la mesa de ajedrez arreglando un barrilete. Ya ni siquiera los decoraba. Tenía un paquete en la mano. Me hizo sentar a su lado y mientras me entregaba el paquete, me preguntó si quería ser la novia. Lo miré a los ojos. Desenvolví el paquete. Una caja de bombones. Con formas de bocas, caballitos de mar, corazones, todas esas formas que él ya no dibujaba más en el aire. Bombones blancos, negros, con puntitos. Lo miré. Sonreía, él, no yo. Agarré el bombón de la esquina derecha. Me lo acerqué a la cara. Olía a chocolate. A mí me repugna el chocolate. Chocolate, relleno con mouse de chocolate. Se lo tiré en la frente. Después los otros se los estrellé en los ojos, la nariz y las orejas. La cara manchada en chocolate. Le vi chorrear todos esos dulces que me había hecho comer, alfajores de frutilla y merengue, de dulce de leche o fruta, chocolates aireados, barra familiar o taza, con maní, nuez o almendras. Le escupí a los gritos todos esas golosinas, que se los tragara todas juntas, ni de una me olvidé. Él ya no sonreía, me miraba en silencio. No entendía nada, tan tonto como siempre, y yo que había pensado que era un poeta. Le dejé la caja de bombones vacía sobre el banco y me fui.



Junio 07

3.6.07

Plumas de Sangre




La media de lycra de la mujer del sillón dibuja la silueta de unas piernas delgadas; y donde termina la pollera corta, un agujero. Las medias son negras, la piel muy blanca, transparente casi. Uno quiere tocar esa piel, sentirla entre los dedos, dejar que se resbale y hacerla sudar.

Una mujer de cabello negro llega a la reunión, un beso a cada uno y se sienta en la alfombra, y con el resto de la gente, habla de cualquier cosa; hace que no, pero mira la media rota: la mujer del sillón tiene la piel luminosa y perturba con ese agujero justo donde termina la pollera. Comenta un tema sin importancia y su mirada insiste sobre la mujer del sillón, que no le devuelve sólo a ella, que clava sus ojos (también) en otros. Siente una mano, atenta, sobre su pollera. El algodón se le pega al cuerpo, le da calor. No sabe si fijarse qué mano está en su pierna porque no quiere sacar la mirada de la mujer del sillón, que también la observa, a veces, atenta. Ella y algún otro (seguramente el que la está tocando) vislumbran las piernas envueltas en lycra, arrogantes, y la piel desnuda. Tienen la mirada estacada. Se desafían por mantenerla más tiempo, luchan por llegar más a fondo. Son dos (ellos piensas que son dos) con la mirada fija, pero inquieta. Atenta a la pollera, a los labios color cereza, a la sonrisa, pendientes de la media rota de la mujer del sillón. Pendientes, como aros que cuelgan, serviles.

Mujer del sillón. Un poco de vino le cae sobre la remera con tetas (como si no tuviera escote). Las miradas sobre ella piensan que no se le cayó, que se lo tiró encima, pero no saben bien porque estaban demoradas en la media, la pollera, y el agujero demasiado cerca de todo (hasta de sus dedos). La mujer del sillón dice que tiene calor, pregunta al resto si puede sacarse la remera y quedarse en corpiño (de encaje), o si mejor termina de bañarse en vino. Ríe estridente.

Siguen sirviendo. Una gota de tinto cae sobre la alfombra. Las manos que tocaban a la mujer de cabello negro, ahora son pies descalzos que se están deslizando debajo de su pollera. Le acarician la piel, se entibian en la entrepierna. Se sonroja (por los pies o por el vino). Otras manos sobre su espalda disimulan que le quieren levantar la remera. Pies bajo su pollera y manos respirándole en la nuca. Y ella, con su mirada, envuelve sólo a la mujer del sillón y su corpiño de encaje negro. A la altura del suelo parece prenderse una vela. A la altura del suelo, se mezclan las piernas, los pies desnudos. Pero a nadie le importa porque la mujer del sillón está en otro lado.

Se mira en el espejo. Ve sus piernas estiradas sobre los almohadones, el agujero resplandeciente, lo ve en su media de lycra justo donde termina la pollera. Ella también quiere tocarse las piernas, las medias, agrandar el agujero y sentir su propia piel sedosa. Piensa que las mujeres desnudas a medias, así como ella, en pollera y corpiño, así son más seductoras.

El vino tinto se acabó y sin que nadie lo note, como una pintura estática, alguien lleva a la mesa ratona, para la mujer del sillón (todo, todos son para ella) alguien lleva vino, frutas y cuchillo. Empieza a pelar algunas frutas bien tiernas y le da un durazno a la mujer de cabello negro. Ella clava sus dientes: piensa que le gustaría tener colmillos, quizás los de la mujer del sillón, esos mismos; tener también esa boca bien roja confundida entre sus propios labios. Muerde, tibio, produce hendidura, y siente que en toda pulpa hay algo de carne. Deja que unas gotas del jugo del durazno se deslicen desde su boca. Ya no quiere ser princesa, desea a la reina, ser ella: tener el glamour, las plumas de sangre. Se levanta de la alfombra (deja atrás las manos y los pies que la estaban tocando) y con el durazno herido se acerca al sillón. Algunos invitados la ignoran. Sólo hablan, inventan cualquier cosa para evitar que la mujer del sillón se aburra y se vaya, evitar que mueva las piernas. Está en corpiño pero sigue dominando su agujero de lycra; hablan, imaginan que la desnudan y son amos de ese cuerpo. La mujer de cabello negro acecha al lado del sillón, a los pies de la otra. Ahora sí todos los invitados la observan, hasta la envidian. Tiene un cuchillo en la mano. La mujer del sillón la mira a la boca, no a los ojos. Se enfrentan. Una acostada, la otra de pie. Una reina, una domina. La de cabello negro deja de vacilar: mete el cuchillo en el agujero de la media de lycra justo donde termina la pollera, siente la seda en el filo, rasga hasta el pie. No lastima. Es toda una dama.

La mujer del sillón la ve encimarse, la cintura de la otra se está acostando sobre ella. Las caderas encastran. Siente duraznos entre sus tetas, y muerde. Suave, tiernos. La escucha, la lengua de la otra en su oreja susurra que la deje ser dulce, que la chupe como miel, que la devore.

Se ven piernas, polleras ahora sin media de lycra y pies descalzos. La de cabello negro está sobre y dentro de la mujer del sillón. Deja su saliva en los párpados, en los dedos, donde no sabe. Huele ese cuerpo, en la nuca huele a sugestión. Besa, muerde las mejillas, el cuello, piensa que también las venas. Gotas rojas se fusionan, salen de los labios, de la lengua. Se cortan los corpiños. Desgarran la piel. Meten sus manos debajo de las polleras. Los dedos se agrandan, emergen desde el sillón, se mezclan con las sombras, se hunden en los líquidos. Las dos, mojadas, sin medias, hendiduras y durazno, tiernas muerden pulpa y transpiran vino.
Los otros invitados quedan hipnotizados por la escena. Dudan, y finalmente apagan las luces, prenden los cigarrillos y se asoman. La habitación está oscura; las brasas iluminan; las pieles brillan. Algunas cenizas agujerean la ropa (otras prendas se pierden en el camino), dejan quemaduras: nadie se lamenta aunque los cuerpos amontonados gimen. La mujer de cabello negro es la única que tiene un cuchillo (profundo) en la mano. Lo apoya en el cuero: filo plateado sobre espaldas, pechos, estómagos. Brilla, el filo brilla como las pieles, quiere fundirse con ellas. Aprieta, clava más, en el mismo cuerpo o en otro (sonríe, ahora ella es la reina). Lucha con la envoltura hasta que se hunde y parece flotar. Pero sigue cortando piel. Escarba hasta el fondo. Se estremecen (ella también). Se retuercen, se estrujan hasta la última gota.

Quisieran olvidarse, arrancar las imágenes de sus mentes, pero los cuerpos quedan marcados. Alguien gime apenas, como música de fondo. Otro, tampoco se resiste y chilla como una rata. Uno, en un rincón, deja fluir burbujas en su garganta.
De las tetas de una de las mujeres, bien blancas como la muerte, de las tetas brota un hilo líquido. Y la otra mujer lame.




Mayo 07

14.5.07

SALIVA PEGAJOSA

Medias. Se preguntó si se las habría puesto durante la noche. Azules. Tenía el cuerpo flaco, recto. Sin pelo en el pecho. Medias de estrich.

No lo recordaba así; hacía tiempo que no le interesaban las caras: sólo sentir pechos, manos, lenguas húmedas y transpirar. Se sentó al pie de la cama. Terminó el mate, sorbiendo bien hasta el fondo, con ruido. Cebó otro y derramó agua caliente sobre esa pierna de pelos rubios, angosta, al borde de la media de estrich. Sobre la pierna derramó el agua. Pidió disculpas a los gritos para que se despertara y se fuera con ese cuerpo escuálido de nene a otra parte: tenía cosas que hacer, no se podía quedar, que no, ningún hombre la esperaba; se inventó un compromiso. Pero él le pidió que dejara la pava y volviera a acostarse. El cuerpo diluido sobre la cama pretendía que lo besara. Hacía calor, estaba sin sábanas, en cuero y con medias. No se las había sacado durante la noche. Desnudos, los dos, él sobre ella, ella sobre él con medias azules de estrich. Otra vez volcó agua sobre las piernas huesudas, a propósito lo hizo: perdón, soy tan torpe. Él puteó, no a ella que era tan linda, al agua caliente. Ella se dio cuenta que la voz de él era totalmente olvidable. No se acostó, siguió cebando mate y le convidó porque después del desayuno se debía ir.

Vestido era más lindo que desnudo. Le hubiera gustado hacerle el amor así; quizás si él, como en las películas, se fuera al amanecer, le dejara una foto con una dedicatoria pretenciosamente anónima, y cuando ella se despertara, en un día luminoso como son siempre los días en las películas y encontrara la foto, no le daría ningún beso pero sí una sonrisa (por haberse despedido así, no por la noche) y la guardaría en el cajón. En la foto, él estaría vestido. Esa sería la manera. No como ahora viendo esas medias azules que entran con una parsimonia ridícula en los zapatos. Le cebó un último mate. En la puerta de calle se dieron un beso en la boca, él no se había lavado los dientes: saliva pegajosa. Así que ella llevó rápido el beso a los labios, sin un abrazo, sin una caricia y cerró la puerta de golpe.

Levantó la persiana (día luminoso pensó, también como en las películas) y corrió las ventanas para que entrara el aire de la calle, para que se fuera el olor a sexo ajeno. Fue a cambiarse al baño y se miró en el espejo. Le gustaba el deshabillé: el escote sugería que ella era de esas mujeres que hasta su propio padre quiere no serlo para poder mirarla y desearla, verla sobre la cama, subirle el camisón, correrle la bombacha desde un costado, manosearla y acostarse dentro de ella. Eligió una remera que mostraba el ombligo, una pollera larga y salió a la calle.

Eran dos cuadras hasta la panadería. El viejo que vivía a tres casas iba a estar sentado en la puerta con la radio a todo volumen porque se estaba quedando sordo, y le iba a gritar: buen día, qué linda que está hoy, siempre está linda, usté, y todas las chismosas se iban a callar, para que en todo el barrio se escuchara sólo el eco del piropo. Durante dos cuadras lo iba a escuchar al eco. Los obreros eran los únicos que se animaban a romper el silencio que ella percibía a su paso: todos los obreros de todas las construcciones le gritaban. Ellos sí decían lo que pensaban, no fingían como sus vecinos. Ella hacía tiempo había dejado de sonreír ante los piropos, porque si no, los obreros le gritaban más, los vecinos hacían más silencio, los muchachos de la barrita del quisco le miraban el culo aunque estuvieran con sus novias: por eso no sonreía. Eran dos cuadras hasta ver al panadero que le regalaba las facturas, por ser tan linda, a ver cuándo tenés un día libre y tomamos algo.

Puso la pava al fuego, cambió la yerba, fue a la pieza (el olor ya se había disuelto), volvió a la cocina, sacó la pava, abrió el paquete con las facturas: media docena. Extendió el papel sobre la mesa, no puso plato, y lamió. Pasó la lengua por la crema pastelera, bien suave, se resbalaba; por el dulce de batata, que se le pegoteó alrededor de la boca; después, el dulce de leche y le quedó un hilito colgado de los labios, de esa boca que todos querían morder, comérsela. Ahora la boca sólo quiere este dulce.

Entre mate y mate empezó a morder las facturas. Cuando estuvo por las de membrillo se sacó la remera, por el calor. Quedó en bombacha y se acordó de ese acto de primaria. Las nenas de su grado caminan en fila, todas en pollera, luminosas por la fiesta patria. Hay sol. Y ella descubre cómo la maestra mira y pone los ojos bobos: se asoman las bombachitas de sus compañeras, blancas, tiernas, vírgenes piensa ahora, y se asoma el membrillo como baba, imaginándose a su compañerita de banco, lo que sería hoy, alta y con tetas, esas tetas que ya tenía a los doce años, y que ella quería tocar (y seguramente su compañerita también quería que la tocaran). Llegó de nuevo al dulce de leche y recordó al cura que le había dicho: entre Dios y las vírgenes, prefiero a las vírgenes. Ella, también las prefería.

Cuando empezó con los vigilantes se bajó la bombacha. Así vestida, así desnuda, supuso que mucha gente habría pensado en ella mientras cogía con otra persona. Y le dio asco: por esa multitud que la deseaba, que se callaba a su paso, por su hermosura humillante, se deslizaba el vigilante entre los labios. También dejó que se humedezcan y chorreen los cañoncitos con dulce de leche, nada tan empalagoso como los hombres, todos.

Volvió a mirar las facturas. Por un momento quiso engordar, quizás hasta se le notaba ya la panza. Podría comer y comer, como si eso fuera lo único que deseara. Comer y comer hasta morirse. Así, más gorda y muerta, en una de esas, por fin alguien, aunque fuera sólo uno, no la iba a desear. Pensó en cómo sería excitarse mirando un cadáver, ella misma hecha cadáver. Se acordó del cementerio. Esa noche. Por ese pendejo, en Chacarita a las doce. El pibe no llegaba, se hacía muy tarde, vio a unos chicos que se le acercaban y le empezaban a gritar, eran muchos y le dio miedo, estaba todo oscuro, se trepó por las rejas y entró al cementerio. Los chicos le gritaron desde atrás de las rejas pero no saltaron. Era la primera vez que iba y no quería caminar para no perderse, además por si el pendejo llegaba. Se sentó en el pasto. Había plantas, olían muy florecidas, se acostó contra una lápida y esperó. Al rato escuchó un golpe en el pasto, un shh en el oído, estaba segura pero igual preguntó: ¿sos vos?, shh, le lamió la oreja, le besó la boca, la puso en cuatro patas, shh, le subió la pollera, la agarró fuerte de la cadera y la cogió empujándola bien contra la cruz. En definitiva era a lo que había ido. Shh. Cuando se despertó, todavía de noche, saltó las rejas. A ese pendejo prefrió no hablarle más, no enterarse nunca.

Miró sobre la mesa. Agarró la última factura. Tomó otro mate y fue a la pieza. Abrió el cajón de la cómoda. Ya se estaban acabando los tubitos de rollos de fotos, y eso era como no tener pretensiones. Negros y blancos, casi en igual cantidad. Esa noche había estado con un hombre, así que agarró un tubito negro. Lo destapó y sopló dentro para que el polvo se volara. Intentó obtener un ruido distinto de su soplido chocando contra el plástico. Pero siempre lograba el mismo: un sonido bastante inútil, porque era sin recuerdo, sólo le hacía pensar en que otra persona más –alguien sin rostro, (hacía tiempo que ya no le interesaba recordarlos)- había pasado por su cama. Le daban ganas ir al tacho de basura, sacar el preservativo y toquetearlo hasta que se pinchara, y recién entonces dejar de soplar. Pensó en su aliento, en si habían quedado residuos de la saliva pegajosa. Tapó el tubito. Escribió en una etiqueta, con letra prolija, el nombre del tipo de esa noche y la pegó en el plástico, evitando globos de aire. Lo acomodó en su colección: quinto estante, al medio. Quedaban lindos: cinco estantes de la biblioteca rebalsados de tubitos negros, negros, negros, blancos, blancos, negros, negros, novecientos cuarenta y dos. Prefería los blancos, a las mujeres de camisa blanca con corpiño de encaje. Pero había más tubitos negros, así se había dado. Mientras comía la última factura los contó, por si se había confundido. Se acordaba de la mayoría, de otros no sabía ni cuándo ni dónde ni quién (sólo el nombre tenía anotado). Admiró su colección. Le pareció vomitiva. Y se chupó con bronca los dedos pegoteados.

Volvió a la cocina, en el envoltorio de las facturas quedaban restos de azúcar impalpable y un poco de hojaldre. Pero no quería lamer más. Se puso la bombacha que había quedado en la silla. Con los dedos se desenredó el pelo, lo alisó y lo acomodó detrás de las orejas. Se miró en el espejo, estaba bien. Dobló el envoltorio con cuidado para no ensuciar el piso. Unos pasos, el tacho, bolsa de basura llena. Le hizo un nudo bien resistente: para que no se cayeran residuos sobre la calle, si es que el basurero tenía que revolearla hasta el camión. La sacó al patio y colocó una bolsa sin usar, virgen pensó.

Después se fue a bañar, quería sentir su cuerpo, sacarse de encima las caricias ajenas.

4.4.07

CINCO MINUTOS PARA LAS DOCE

Se despertó por el dolor de cuello. No había luz: apenas se distinguían los asientos. Tampoco había traqueteo. Miró hacia atrás. El vagón entero parecía vacío. No estar segura de si lo estaba, le dio miedo. Volvió a apoyar la cabeza sobre la ventanilla, cerró los ojos y recordó que estaba yendo a la casa de sus sobrinos a festejar año nuevo. A su lado estaban las bolsas, con sólo tocarlas, se iba a despertar: si la realidad se metía tanto en ese sueño, terminaría por matarlo. La bolsa de papel madera le molestó: hacía un ruido duro y además iba a llegar arrugada. La bolsa de plástico tenía un ruido más dulce, la apretó con fuerza. Despacio empezó a separar los párpados. No quería que la luz, que seguramente había en el andén, la encandilara. Seguía la oscuridad y el silencio. Era la primera vez que soñaba en un transporte. Tenía la costumbre, la facilidad, de dormir en los colectivos, en el subte, a veces hasta en los taxis dormitaba un poco. Nunca había soñado; y para soñar cosas así no le gustaba nada. Cerró los ojos con más fuerza.

Le pareció escuchar las campanas de la iglesia anunciando las once. El subte ya tendría que haber cerrado. Se paró, agarró las bolsas (no fuera a ser que se las robaran) y salió al andén. También estaba oscuro. Miró hacia ambos lados por si había alguien y quería atacarla. No pudo ver nada. Caminó hasta la escalera. Rejas. Afuera: cemento de la Plaza de Mayo. Gritó pidiendo ayuda. Gritó un poco más, pero a minutos de año nuevo nadie cruzaría la Plaza, si había sólo oficinas alrededor. Ella misma trabajaba ahí. Le gustaba su trabajo y se llevaba bien con sus compañeros. La trataban con mucho respeto y el guardia del primer piso la miraba. Ella ya no estaba para esas cosas pero la miraba y era muy buen mozo. Si hasta la había invitado varias veces a tomar un café. Ella nunca había aceptado, porque le dolían tanto los pies después de trabajar. Volvió a gritar. Ya se escuchaban algunos fuegos artificiales. Le hubiera gustado tener alguno y encenderlo pidiendo ayuda como los barcos. De arriba, de al lado de la escalera, llegaba un poco de luz, debía haber faroles. No recordaba dónde había otros. Creyó ver la plaza oscura, y se imaginó a ella gritando bajo el asfalto a nadie.

Salvo que saliera y encontrara un taxi ya no iba a llegar a la casa de su sobrino antes de las doce. Estarían terminando de cenar. Tomando helado y café. No entendía cómo les gustaba mezclar helado con café. Tan frío, tan caliente, les iba a hacer mal a la garganta, ella siempre se los decía, pero quién la escuchaba: la miraban y seguían tomando café. Pensó en las nenas: tendrían dos y cinco años. A la más chica no sabía cómo imaginarla, entre una cosa y otra (había tenido unos malos años, con picos de presión y dolor de caderas), todavía no la conocía. Se iban a llevar una sorpresa cuando la vieran. Si es que podía porque si seguía ahí, sin gritar, no iba a llegar a ningún lado. Gritó de nuevo y esperó. La plaza estaba desierta, quizás también el barrio entero. Escuchó atenta, por si había pasos, o al menos algún perro que la viera y se pusiera a ladrar. Esperó un poco más.

La estación estaba oscura. La única penumbra que había era al lado de la escalera, más en el interior casi no se distinguían sombras. Pensó que sus sobrinos no la estaban esperando y a las doce iban a brindar sin ella. Hacía mucho tiempo que no pasaban año nuevo juntos, el calor de esa época siempre la descomponía: si iba a alguna reunión, en el medio se sentía mal y se terminaba yendo muy temprano. Pero esta vez había decidido que si alguien la invitaba, ella iba a aceptar, hasta si era el guardia del primer piso. Ahora, por culpa de ese capricho, estaba encerrada en el subte.

Se preguntó si no habría alguien más en el andén. Dejó las bolsas en el piso, arrastrando los pies, tanteando el aire, llegó hasta la otra pared. No había nadie. Mejor, si había alguien no sabía quién podía ser, ¿y si era un hombre y la quería desnudar? Se imaginó el titular del diario: “Tristes Fiestas: Mujer Asesinada En El Subte”. Después, la nota, que quizás decía que el violador la había secuestrado y la había hecho esconderse en las vías, hasta que el subte cerrara, para poseerla una y otra vez, toda la noche, mientras afuera sonaban los fuegos artificiales y ella agonizaba. Podría venir con una foto de su cuerpo inmóvil. Su familia, sus sobrinos y las nenas (¡tan chiquitas!, iban a tener que explicarles lo que es la muerte) llorarían sobre el cajón (cerrado, porque ese hombre la habría golpeado tanto hasta deformarle la cara). Por eso, mejor que no hubiera nadie. Sola. En silencio. Arriba explotando fuegos artificiales, todos arriba mirando más arriba y ella abajo, sin ver nada.

A esa altura ya no esperaba que la rescataran, había dejado de gritar y los cohetes sonaban continuamente. Si hubiera tenido una linterna, habría caminado por las vías, se habría metido por algún túnel, le daba un poco de miedo pero era una chance para descubrir algo (se figuró un contingente de turistas –conducidos por ella- paseando por un museo y mostrándoles su descubrimiento, -cualquier cosita, alguna carta perdida, algún utensilio- y diciendo: “esto lo encontré yo, una noche que decidí explorar la estación Plaza de Mayo”). Pero no tenía linterna. Y con todo oscuro, aunque se chocara con lo que fuera, no podría distinguirlo. Mejor quedarse donde estaba y esperar. Ese podía haber sido un buen regalo: una linterna. Siempre son útiles. Porque con el libro qué podía hacer, ni siquiera tenía luz suficiente para leer. Pensó en los otros regalos: una muñeca para la nena más chica y un jueguito de tazas para la más grande. Esperaba haber calculado bien las edades. Después se preguntó si alguien, alguna vez, había pasado la noche en el subte o si ella sería la primera persona.
Sus sobrinos ya estarían comiendo las almendras, las nueces, los turrones. A ella le caían tan pesados los turrones, por el colesterol. Podía un pedacito de pan dulce, nada más. En esos días se le había ocurrido que quizá el guardia del primero la invitaba a pasar año nuevo. Pero no. Él no tenía hijos, así que seguramente lo estaría pasando con su hermana. Y ella seguía en el subte. Era la primera persona que visitaba el subte en el nuevo año, la primera. Era importante ser la primera persona en llegar a Mar del Plata, tanto que las cámaras de televisión entrevistan a la familia, le hacen regalos; ella, igual, pero en el subte. Encima la familia se está yendo de vacaciones, así con gusto uno es el primero. Pero en el subte. Quién pasa año nuevo en el subte, en la oscuridad. Lo suyo era el sacrificio. Pensó que al menos, se merecía un recuadrito en la tapa del diario.
Por suerte en la casa de sus sobrinos no la esperaban y ya estarían preparados para festejar. Le pareció escuchar unos chillidos: ratas que empezaban a correr. No podía verlas, quizás eran decenas, cientos, miles de ratas, acumuladas durantes años, comiendo siempre basura, ahora podían devorarla a ella, carne fresca: el gran festín de año nuevo. Pero recordar que era año nuevo, la tranquilizó.
Se sentó en un banco del andén. Atrás quedaba el subte; adelante, el túnel vacío. Se vio sentada en su cocina, una copita de sidra en la mesa y en el televisor, la conductora rubia deseándole un feliz año nuevo. Respiró profundo. Agarró la bolsa de plástico. Sacó los juguetes, la muñeca tenía un vestidito con flores. La acomodó en un asiento. Desenvolvió el otro paquete. Puso las tacitas en el banco del medio, y ella estaba en el tercero. De la tetera salió champagne, sirvió en dos tazas y se quedó esperando a que explotaran todos los cohetes. Calculó que faltarían cinco minutos para las doce.

Diciembre 2006

EN FETAS

Humo antes, ahora, y más tarde. La bruma entra en las botellas vacías, o llenas, que alguien habrá descorchado porque yo no debo haber sido, piensa el Tano. Le parece imposible hacer movimientos; sin darnos cuenta las piernas pesan, siempre pesan, y la cabeza y los hombros, y nosotros que caminamos como si nada, pero él ya dijo basta, no podría, no quiere moverse nunca más. Hay humo y sale de sus dedos, pero no sabe si está fumando. No ve el cigarrillo, se pregunta si estará. Se imagina que alguna ceniza de su cigarro, que no sabe si lo prendió él o si fueron las moscas, cae y como la pieza está inundada de alcohol, todo se quema, él también, así sería fácil terminar. Pero esas moscas se escaparían del incendio, dejando su cadáver negro, solo, derritiéndose junto con el sillón. No zumban. El Tano hace que cierra los ojos y escucha gemidos falsos. Están en azul y negro. Pero no hay olor a mujer. Se acuerda del olor de esa puta, que lo miraba desde abajo, él parado en una escalera, ella absorbiendo de una bombilla, mirándolo a él, con la boca caliente, justo a esa altura, preparada para chuparle todo. Quiere saber de dónde salen los gemidos. Ve su panza. Línea de pelos, gruesa, (línea y panza), y escucha el gorgoteo del vino. Hierve y le cae otro poco en el pecho. No sabe quién se lo está tirando. Quiere que sea un harén de las mujeres más hermosas, todas para él. Cinco. Una le tira alcohol, otra le saca la ropa, otra le hace masajes, dos se tocan: se lamen las tetas, se desnudan. Él las mira y la boca se le llena de baba. Ellas se acercan y bailan sobre las botellas, hasta que se incrustan, y como el humo le revuelve la vista, el Tano no puede saber si las mujeres se atornillan en el pico de las botellas o en su pene. En su panza hay una botella, ya no hace equilibrio y empieza a girar, a girar, es de vidrio, va a terminar en el suelo, él se siente tan pesado para moverse, que resulta ridículo hacerlo. Quiere respirar bien profundo para largar el aire y que el vidrio se caiga y se rompa en mil: que un pedazo haga estallar el televisor, otro se incruste en la heladera, uno perfore su estómago y atraviese sus entrañas y lo haga vomitar hasta ahogarse, pondría unos cuantos vidrios en las mujeres de la pared para que lloren sangre al ver que él se muere, y que un vidrio quede flotando, en medio de la pieza, para que cuando alguien entre, vuele muy rápido y se le clave en medio de los ojos. Pero esas moscas no se van a morir, ningún vidrio las puede atravesar; van a volar hasta su cuerpo a succionarle la sangre. Entonces decide no respirar profundo; igual no podría. La botella ya no está en su panza. No sabe si terminó en el suelo, si la tiene en sus manos, si rota, si sana; si está el harén. Piensa que esa hija de puta no estaría en su harén, era muy linda, era una perra que le mostraba su boca y él se la tuvo que comer. Bien rica, aunque con mucha sangre. El Tano no sabe si hubo una sonrisa. Piensa si la sangre se toma o se come. Porque es más densa que el vino, y a veces viene con carne, como una salsa. Se pregunta si después de ella podrá volver a comer. Lo último que tragó fue un cigarro, hace un instante. El cenicero está en la mesa del televisor. Supone que hace un tiempo, horas o días, empezó a apagar los cigarrillos contra algo, supone que el sillón tiene agujeros de quemaduras, negro pinta un no-se-sabe-qué-color sucio, y muchas colillas apagadas están en el piso. Los gemidos venían del televisor, supone. Imagen negra, una boca tragapene. De fondo, cuatro cuerpos más, mujeres se tocan, se desnudan, tetas, lengua, culos, paredes. Él quiere pero no puede excitarse. Culpa de esa puta. Que todas se le van a morir. Piensa en fiambres y los ganchos, y su propio cuerpo colgado, en calzoncillos, y el cuerpo de ella también cuelga, ahorcado por su cinturón. Ella se ahoga y traga, se ahoga porque traga. Qué tenía que hacer con ese vestido tan corto, y libando de una bombilla, mirándolo a él, con la boca caliente preparada para comérselo. A veces desde la heladera un pedazo de carne llega a sus manos. Y se devora, sólo. Los cigarrillos le queman la garganta, y las mujeres de la pared transpiran su semen. Se pregunta si habrá tragado alguna mosca y quiere vomitar pero no intenta. El piso está inundado y las moscas succionan pis, alcohol, sangre. Quiere imaginarse qué sentirá con el pie descalzo sobre el charco, pero él no va a moverse, no va a pisar. Sus ojos se cierran y las imágenes de afuera inundan la habitación.

Los vehículos chirrían cuando frenan: autos, colectivos, motos. Las personas ya no escuchan y sus auriculares están a todo volumen. Pero no bailan, no hay por qué. Los pantalones están sucios porque el agua de la zanja salpicó, y da asco. Los zapatos vienen con mierda de perro, y todos, como si nunca pisaran, intentan limpiarse en las macetas donde los perros mearon: cambian excremento por olor a pis. Es que lo que no se ve, sólo a veces se huele. Todos los días, durante una hora, la gente se toca y no se ve porque hay miles de carteles que atrincheran la mirada. Después quedan más arriba si es la vereda, o más abajo si es oficina piso catorce. Puede haber sol, nubes, lluvia. Ella ya no viaja en colectivo, ni mañana, ni pasado. Ya no tiene vestido ni tomará mate. Pero nadie se da cuenta. Y para todos, por la noche, sólo por la noche, una ronda de alcohol, la casa invita.

Para el Tano no existe la noche, o siempre es. Por eso las botellas se acumulan y se rompen alrededor del sillón. Sigue quieto, su panza respira. Hace un instante, no sabe cuánto, el talón ha ingresado en su estómago. Ya no queda nada de los pies. El talón estaba duro, gastado. Se pregunta de qué trabajaría ella, y si de verdad sería una puta, con talón calloso por estar toda la noche parada esperando clientes, toda la noche acostada esperando el orgasmo ajeno. Se dijo que le daba igual, de todas maneras, con él, se había comportado como si lo fuera. Quiso imaginarse qué pasaría si matara a todas las mujeres: no todas se lo merecían; y después, sólo a las putas, pero no pudo. Aunque sí mataría a esas moscas, que ya no sabe si son las mismas, o sus hijas, que dibujan mamarrachos en lo que queda de aire. Moscas gordas, borrachas. La única manera de que desaparezcan, él lo sabe bien, es tragarlas. Pero cae vino con cigarros, no moscas, y se imagina que se incendia, esta vez adentro suyo: masticaría el cuerpo de ella, lo bajaría con alcohol, y después, de sobremesa, un atado entero, con ceniza y todo, para quemarse. El Tano infiere que hubo sonrisa. Y vuelve a recordarla, le repugna tener que admitirlo, pero tenía las tetas más hermosas que haya visto, y ha visto muchas. Todo empezó en la humedad, y terminó en líquido. Era una mancha grande, ambas, manchas que no se podían, que no se podrán sacar nunca: humedad sanguínea. El vestido era de verano, con botones. Él lo veía desde arriba, y su pierna golpeó el mate, (después de unas cuantas sonrisas, después de conversar, después de que ella lo mirara), y la yerba caliente, igual que la boca de ella, se desparramó por el escote. Verde amorfo, difícil de limpiar, como las otras manchas, como su propia cabeza. Y ella se quema (se quemaba porque estaba caliente, no por la yerba), y Uy, discúlpeme, ¿se está quemando?. Ahora, su pieza, también está caliente, densa. No hay sol, no hay viento, dicen, que la humedad es la pegajosa, pero él ya no quiere saber nada más de lo húmedo. Suficiente por su vida, y por la muerte. Algunas monedas están pegadas en su brazo, y transpiran. Si se llegaran a caer, dejarían una huella redonda, pero nadie, ni las mujeres de la pared, lo irían a notar.


Tampoco nadie ha notado que ella ya no tiene calor. Muchos vecinos recuerdan que siempre andaba entre camisetas y vestidos, mostrando las axilas huecas, bien depiladas. Todavía hoy se la imaginan detrás de la ventana, con el sol dando sombras bonitas. Ella juega con el sol y hace gimnasia, estirando sus piernas, sus brazos, abriendo bien las axilas; y todos se hacen los sorprendidos, cuando ven la imagen desde el techo, acostados ellos mismos –uno por vez- en su cama, (camas diferentes, grandes, blancas, de película,) y ella termina de hacer su gimnasia, se saca la camiseta, o a veces el piyama, y sus tetas, nadie ha imaginado unas tan lindas como las que ella insinúa, en tetas y bombacha blanca se sube sobre ellos para amarlos, y algunos hasta fantasean que los invita a bañarse juntos. En la calle, ella sonríe. Los vecinos terminan con su pecho y se despiden por la cola que ella, inevitablemente, balancea, como todas las mujeres que se saben observadas. Aquí el Tano piensa que quizás sí todas merecen ser asesinadas. Nadie ha notado que ella ya no tiene frío. Ni tendrá.


En el piso hay abollados unos cuantos papeles. Primero golpearon contra el televisor, intentando terminar con esas mujeres (las del papel y las de la película) para matarlas, para hacerlas desaparecer. El Tano piensa que si uno no mira a las mujeres es como si no existieran. Que hasta puede salir a la calle y como él no va a mirar a nadie, tampoco lo van a mirar, y podrá gritar muy muy fuerte alarmando a toda la ciudad, denunciando que las asesinas son ellas. Pero no lo van a escuchar porque el chirrido de los autos volvió sordo a todo el mundo, y todos tienen auriculares en las orejas. También piensa que está muriendo por una mujer, y se dice que antes, ha vivido sólo por ellas. No va a salir a la calle, le sigue pareciendo imposible moverse.
La vuelve a ver detrás de la ventana; se siente afortunado: seguro que todos se la imaginaron así, detrás de la ventana, con el sol dibujándole sombras, y mostrando las axilas. Ella está sacándose el vestido porque él se lo ha manchado de yerba. No entiende por qué se lo quita por arriba si el vestido tiene botones. Ella deja ver su bombacha blanca y no tiene corpiño, eso el Tano ya lo sabía. Ahora ella levanta la mirada y lo ve a él en la escalera, descubre que la estuvo espiando, que no le tiró el mate de casualidad. Su cara se transforma, mirada asesina, tímida. El Tano baja de la escalera, cruza el pasillo, entra a la habitación, baja la persiana. Ella empieza a jadear como una loba, piensa él. Se saca el cinturón, y la ata a la cama. Después la besa, su boca está caliente. Él se saca el pantalón, grita, disfruta piensa él. Lo que no sabe y todavía se pregunta es si hubo una sonrisa. La agarra de la cabeza, pero sólo mira su arma, su cuchillo, paseándose, exhibiéndose en medio de los dos, y se siente un rey. Primero en la boca. Ella lame, sangre, traga, se ahoga porque traga. Después el cuchillo entra en todas la aberturas de ella (y crea nuevas). Pero él sólo repara en las tetas. Ella está toda mojada, goza piensa él; después verá sangre. Finalmente los cuerpos empiezan a devorarse cuando él le mira los ojos. Blancos. No quiere recordar más. Mira el televisor, sigue en azul y negro. Son dos, un hombre sobre una mujer, ella está atada, él la penetra. El Tano quiere gritarle, decirle que no, pero no tiene fuerzas. Quizás tendría que seguir comiendo, que unas fetas de carne vayan a su estómago. Pero no puede porque lo están observando. No sabe cómo han llegado los ojos de ella al televisor. Están fuera de sus cuencas. Mirada tímida que asesina. Los ojos están blancos. Y no parpadean.

Octubre 06

19.3.07

CEMENTERIO DE GATOS *


Está en su casa, sola con las frazadas que la tienen aprisionada de tan bien puestas que están, tan fuerte que apenas puede inflar el pecho cuando respira. Quiere saber qué hora es. Pero también no quiere saber porque para mirar el reloj tiene que abrir los ojos y le dijeron, hacía muchos años, que para dormirse, una tenía que encontrar una posición cómoda, quedarse quieta y pensar en algo lindo; nada más, sólo eso y el sueño debería venir solo. Pero esta vez no viene solo, quizás porque ella no está pensando en algo lindo, es que escucha ruidos y para dormirse no tiene que haber ruidos, aunque sabe que eso es mentira, la práctica se lo demostró; o quizás todas esas veces fueron la excepción que confirma la regla, y es imprescindible el silencio. Lo cierto es que está ahora en su cama, entre la sábanas, sola en toda la casa para ella sola, con los ojos cerrados, pensando en no sabe bien qué cosa, y no sabe qué hora es, tampoco sabe si quiere saber, y además, por si fuera poco, sigue escuchando ruidos. Parecen gritos o gemidos de ratas; no supone que algunos de esos gritos son de la vecina de al lado que también está aprisionada contra su propia cama, pero no por las sábanas sino por las piernas gruesas, el cuerpo gordo, y la cabeza pesada de su amante. Ella no se imagina eso y supone que son pisadas que vienen del pasillo. Y ahí piensa que el pasillo sólo lleva a su casa, en realidad termina en otra, pero que está abandonada hace muchos meses y salvo que el vecino del fondo volviera borracho o volviera de la muerte a recuperar sus cosas, de la casa que abandonó una noche, ella no sabe si por borracho, por loco, o porque se murió nomás, salvo que el tipo volviera, no tendrían razón para existir pasos en el pasillo. Ella se acuerda que tiene que pensar en algo lindo, porque eso le dijeron: ponerse en una posición cómoda, quedarse quieta y pensar en algo lindo. También recuerda que hace un ratito nomás ha repetido esa fórmula, que antes era porque quería saber la hora, y ahora piensa que sigue sin saber qué hora es. Cierra los ojos más fuerte para no tentarse con el resplandor verde de los números del reloj. Se acomoda entre las sábanas imposibles, se dice que es la última vez que se mueve, que listo, en un movimiento se tiene que acomodar para el resto de la noche. Piensa que casi siempre duerme mirando hacia el techo con los brazos al costado del cuerpo, como se vería en una tumba, como se vería si muriera joven y fuera un cadáver hermoso. Pero entre otras cosas también se dice que esa noche no va a dormir en esa posición, que con los ruidos alrededor de la casa, sería una provocación al insomnio dormir como una muerta, piensa que los muertos duermen profundo y además no escuchan ruidos y ella, con esos ruidos que no sabe si vienen del pasillo, o de la terraza, o de la casa del fondo, ella sabe que no está muerta. No quiere pensar más en la hora, no sabe si tirar el reloj al piso, pero ya está, no tiene más posibilidades para volver a moverse. Las sábanas le aprietan, están calientes y le molestan. Piensa en alguna noche con mucho frío para disfrutar más lo caliente. No se acuerda de ninguna. Vuelve a sentir su cama y piensa que la sangre también es caliente. Se pregunta si estará manchando las sábanas con sangre. Hasta que escucha un grito de la mujer de al lado, que estará siendo estrujada ahora contra el piso frío de cerámica, piensa que ellos quieren frío porque ya tienen en sí mismos todo el calor. En cambio, ella no quiere frío, quiere que las frazadas le dejen de apretar, sólo que le dejen de dar tanto calor. Y de nuevo esos ruidos, que ahora está segura, son ruidos de algún metal. Ruidos histéricos y nerviosos, que no parecen humanos. No piensa que podría ser el orgasmo ahogado de la vecina. Está segura que son gatos saltando sobre el techo de la casa del fondo. Techo de chapa. Los gatos saltan medio moribundos porque si bien el tipo se fue, dejó el techo enchufado, electrocutando gatitos. Y piensa en que quizás ya hay cadáveres sobre ese techo, piensa en su cementerio de gatos y que alguna vez, algún gato enamorado iría hasta esos cuerpos podridos para maullarle una serenata a su querida que fue asesinada sin contemplaciones. Pero después ese gato también va a ser electrocutado, quizás no muera, quizás ahora mismo esté saltando sobre la terraza de ella, y medio loco, va a bajar las escaleras, están todas las luces apagadas así que va a meterse por las piezas, la puerta de ella está cerrada, pero sin llave, (y los gatos son tan inteligentes, y encima está embroncado y embobado), y va a subirse a su cama, y ella no va a poder moverse, por las sábanas. El gato le va a caminar por el cuerpo, ella va a sentir las patitas clavándose en su vejiga, ahora siente frío, le sigue subiendo por la panza, le pisa las costillas. El gato le muestra los dientes y le muerde el cuello. Después se queda aullando toda la noche, sobre el cuerpo de ella, sobre el cuerpo que se desangra, metido entre las frazadas y ella sin saber qué hora es.


Agosto/06

* cuento seleccionado en el Festival Ahora, organizado por el gobierno de la ciudad de Buenos Aires (¡puaj!) en mayo de 2007.

A MEDIO CONSUMIR



Tiene los pies descalzos sobre la madera, y las tablas, las paredes, el techo, parecen hervir. Muestra sus dientes: intenta una sonrisa. Ella apenas puede mover los brazos en movimientos espásticos. Tiene las manos atadas a la cama, toda ella está acostada sobre la cama, desnuda y cubierta con redes. Tiene el cuerpo nervioso, duro, y está más viva de lo que ella quisiera. Él volvió de la cocina. Ella pensó que volvería desnudo. Pero no: tiene un Tramontina en la mano, de los grandes, para picar. Y sigue en cuero. Ella vuelve a mirar hacia el piso. La víbora parece cada vez más grande. Se arrastra y dibuja círculos perfectos, ella piensa que quizás esté cumpliendo un ritual. Y se imagina que llaman al anticristo, que él es el anticristo, que viene del infierno todo caliente, enojado con dios y la posee, a ella, la penetra y la llena de semen endiablado. Después ella podría ser una Amazona, saldría de esa habitación, y todo el mundo estaría a sus pies, podría poseer a todos los hombres y mujeres que quisiera porque sería irresistible, porque ella también sería el diablo. Iría hasta la casa de su profesora de flauta. Entraría y estaría esperándola: acostada en el piano, ya desnuda. Ella la agarraría de la cadera y la chuparía con su lengua de cobra, que se estiraría hasta chuparle las entrañas. Bebería de ella, y volvería a beber. Su profesora gemiría, gemiría tan fuerte que el marido iría hasta la habitación del piano. Las vería a las dos, a su esposa, y a ella, al diablo, tan hermosa como cada uno quiera. Las vería a las dos con las manos apretándose las tetas, estrujándolas, y él querría tocarse pero ella, que es el diablo, se lo va a impedir, y él se va a quedar mirándolas, mirándolas, transpirando, y quisiera sudar su leche, pero el diablo no lo deja, y se queda quieto, estático, mirándolas, mirándolas mientras ellas entran y no salen, como flautas, como víboras.


Ella vuelve a mirar la víbora, ya no hace círculos, quizás nunca los hizo. Él sigue acercándose, tan lento que parece que se arrastra. Se saca la sonrisa, abre la boca, lame el cuchillo. Se corta la lengua. Se mancha con gotas de sangre. Ella quiere gritar pero tiene una mordaza en la boca. Además están sonando otros gritos: Rob Zombie, eso le dijo él, nadie la podría escuchar. Él se sube a la cama y se pone en cuatro patas como si fuera un gato, y ella, en el medio. Como un gato poseído por el diablo que salta de teja en teja, está en celo, busca una gata para morderle el cuello. Maúlla, la luna está llena. Parece casi un hombre-lobo. El gato se trepa a un techo cualquiera, resbala por la chimenea, se llena el cuerpo de polvo, empieza a caminar dejando huellas grises. Salta de un sillón a otro, golpea el televisor que se cae al suelo y estalla. El ruido retumba en toda la ciudad. El gato, desesperado, salta sobre ella, le araña la cara, la tira al suelo. Ella quiere gritar pero el gato le empieza a lamer las heridas. Y ya no es más un gato, parece una pantera negra, enorme, tatuada, y la pantera, tatuada de gato y de hombre, la posee. Y los dos aúllan. Por la hendija de la persiana entra un haz de luna.


Ella abre los ojos. Sobre el piso de madera ve una vela a medio consumir. Se pregunta si quiere que el piso se incendie, que se queme todo, y entre las llamas, ella misma acabe por arder.

Agosto 2006