14.5.07

SALIVA PEGAJOSA

Medias. Se preguntó si se las habría puesto durante la noche. Azules. Tenía el cuerpo flaco, recto. Sin pelo en el pecho. Medias de estrich.

No lo recordaba así; hacía tiempo que no le interesaban las caras: sólo sentir pechos, manos, lenguas húmedas y transpirar. Se sentó al pie de la cama. Terminó el mate, sorbiendo bien hasta el fondo, con ruido. Cebó otro y derramó agua caliente sobre esa pierna de pelos rubios, angosta, al borde de la media de estrich. Sobre la pierna derramó el agua. Pidió disculpas a los gritos para que se despertara y se fuera con ese cuerpo escuálido de nene a otra parte: tenía cosas que hacer, no se podía quedar, que no, ningún hombre la esperaba; se inventó un compromiso. Pero él le pidió que dejara la pava y volviera a acostarse. El cuerpo diluido sobre la cama pretendía que lo besara. Hacía calor, estaba sin sábanas, en cuero y con medias. No se las había sacado durante la noche. Desnudos, los dos, él sobre ella, ella sobre él con medias azules de estrich. Otra vez volcó agua sobre las piernas huesudas, a propósito lo hizo: perdón, soy tan torpe. Él puteó, no a ella que era tan linda, al agua caliente. Ella se dio cuenta que la voz de él era totalmente olvidable. No se acostó, siguió cebando mate y le convidó porque después del desayuno se debía ir.

Vestido era más lindo que desnudo. Le hubiera gustado hacerle el amor así; quizás si él, como en las películas, se fuera al amanecer, le dejara una foto con una dedicatoria pretenciosamente anónima, y cuando ella se despertara, en un día luminoso como son siempre los días en las películas y encontrara la foto, no le daría ningún beso pero sí una sonrisa (por haberse despedido así, no por la noche) y la guardaría en el cajón. En la foto, él estaría vestido. Esa sería la manera. No como ahora viendo esas medias azules que entran con una parsimonia ridícula en los zapatos. Le cebó un último mate. En la puerta de calle se dieron un beso en la boca, él no se había lavado los dientes: saliva pegajosa. Así que ella llevó rápido el beso a los labios, sin un abrazo, sin una caricia y cerró la puerta de golpe.

Levantó la persiana (día luminoso pensó, también como en las películas) y corrió las ventanas para que entrara el aire de la calle, para que se fuera el olor a sexo ajeno. Fue a cambiarse al baño y se miró en el espejo. Le gustaba el deshabillé: el escote sugería que ella era de esas mujeres que hasta su propio padre quiere no serlo para poder mirarla y desearla, verla sobre la cama, subirle el camisón, correrle la bombacha desde un costado, manosearla y acostarse dentro de ella. Eligió una remera que mostraba el ombligo, una pollera larga y salió a la calle.

Eran dos cuadras hasta la panadería. El viejo que vivía a tres casas iba a estar sentado en la puerta con la radio a todo volumen porque se estaba quedando sordo, y le iba a gritar: buen día, qué linda que está hoy, siempre está linda, usté, y todas las chismosas se iban a callar, para que en todo el barrio se escuchara sólo el eco del piropo. Durante dos cuadras lo iba a escuchar al eco. Los obreros eran los únicos que se animaban a romper el silencio que ella percibía a su paso: todos los obreros de todas las construcciones le gritaban. Ellos sí decían lo que pensaban, no fingían como sus vecinos. Ella hacía tiempo había dejado de sonreír ante los piropos, porque si no, los obreros le gritaban más, los vecinos hacían más silencio, los muchachos de la barrita del quisco le miraban el culo aunque estuvieran con sus novias: por eso no sonreía. Eran dos cuadras hasta ver al panadero que le regalaba las facturas, por ser tan linda, a ver cuándo tenés un día libre y tomamos algo.

Puso la pava al fuego, cambió la yerba, fue a la pieza (el olor ya se había disuelto), volvió a la cocina, sacó la pava, abrió el paquete con las facturas: media docena. Extendió el papel sobre la mesa, no puso plato, y lamió. Pasó la lengua por la crema pastelera, bien suave, se resbalaba; por el dulce de batata, que se le pegoteó alrededor de la boca; después, el dulce de leche y le quedó un hilito colgado de los labios, de esa boca que todos querían morder, comérsela. Ahora la boca sólo quiere este dulce.

Entre mate y mate empezó a morder las facturas. Cuando estuvo por las de membrillo se sacó la remera, por el calor. Quedó en bombacha y se acordó de ese acto de primaria. Las nenas de su grado caminan en fila, todas en pollera, luminosas por la fiesta patria. Hay sol. Y ella descubre cómo la maestra mira y pone los ojos bobos: se asoman las bombachitas de sus compañeras, blancas, tiernas, vírgenes piensa ahora, y se asoma el membrillo como baba, imaginándose a su compañerita de banco, lo que sería hoy, alta y con tetas, esas tetas que ya tenía a los doce años, y que ella quería tocar (y seguramente su compañerita también quería que la tocaran). Llegó de nuevo al dulce de leche y recordó al cura que le había dicho: entre Dios y las vírgenes, prefiero a las vírgenes. Ella, también las prefería.

Cuando empezó con los vigilantes se bajó la bombacha. Así vestida, así desnuda, supuso que mucha gente habría pensado en ella mientras cogía con otra persona. Y le dio asco: por esa multitud que la deseaba, que se callaba a su paso, por su hermosura humillante, se deslizaba el vigilante entre los labios. También dejó que se humedezcan y chorreen los cañoncitos con dulce de leche, nada tan empalagoso como los hombres, todos.

Volvió a mirar las facturas. Por un momento quiso engordar, quizás hasta se le notaba ya la panza. Podría comer y comer, como si eso fuera lo único que deseara. Comer y comer hasta morirse. Así, más gorda y muerta, en una de esas, por fin alguien, aunque fuera sólo uno, no la iba a desear. Pensó en cómo sería excitarse mirando un cadáver, ella misma hecha cadáver. Se acordó del cementerio. Esa noche. Por ese pendejo, en Chacarita a las doce. El pibe no llegaba, se hacía muy tarde, vio a unos chicos que se le acercaban y le empezaban a gritar, eran muchos y le dio miedo, estaba todo oscuro, se trepó por las rejas y entró al cementerio. Los chicos le gritaron desde atrás de las rejas pero no saltaron. Era la primera vez que iba y no quería caminar para no perderse, además por si el pendejo llegaba. Se sentó en el pasto. Había plantas, olían muy florecidas, se acostó contra una lápida y esperó. Al rato escuchó un golpe en el pasto, un shh en el oído, estaba segura pero igual preguntó: ¿sos vos?, shh, le lamió la oreja, le besó la boca, la puso en cuatro patas, shh, le subió la pollera, la agarró fuerte de la cadera y la cogió empujándola bien contra la cruz. En definitiva era a lo que había ido. Shh. Cuando se despertó, todavía de noche, saltó las rejas. A ese pendejo prefrió no hablarle más, no enterarse nunca.

Miró sobre la mesa. Agarró la última factura. Tomó otro mate y fue a la pieza. Abrió el cajón de la cómoda. Ya se estaban acabando los tubitos de rollos de fotos, y eso era como no tener pretensiones. Negros y blancos, casi en igual cantidad. Esa noche había estado con un hombre, así que agarró un tubito negro. Lo destapó y sopló dentro para que el polvo se volara. Intentó obtener un ruido distinto de su soplido chocando contra el plástico. Pero siempre lograba el mismo: un sonido bastante inútil, porque era sin recuerdo, sólo le hacía pensar en que otra persona más –alguien sin rostro, (hacía tiempo que ya no le interesaba recordarlos)- había pasado por su cama. Le daban ganas ir al tacho de basura, sacar el preservativo y toquetearlo hasta que se pinchara, y recién entonces dejar de soplar. Pensó en su aliento, en si habían quedado residuos de la saliva pegajosa. Tapó el tubito. Escribió en una etiqueta, con letra prolija, el nombre del tipo de esa noche y la pegó en el plástico, evitando globos de aire. Lo acomodó en su colección: quinto estante, al medio. Quedaban lindos: cinco estantes de la biblioteca rebalsados de tubitos negros, negros, negros, blancos, blancos, negros, negros, novecientos cuarenta y dos. Prefería los blancos, a las mujeres de camisa blanca con corpiño de encaje. Pero había más tubitos negros, así se había dado. Mientras comía la última factura los contó, por si se había confundido. Se acordaba de la mayoría, de otros no sabía ni cuándo ni dónde ni quién (sólo el nombre tenía anotado). Admiró su colección. Le pareció vomitiva. Y se chupó con bronca los dedos pegoteados.

Volvió a la cocina, en el envoltorio de las facturas quedaban restos de azúcar impalpable y un poco de hojaldre. Pero no quería lamer más. Se puso la bombacha que había quedado en la silla. Con los dedos se desenredó el pelo, lo alisó y lo acomodó detrás de las orejas. Se miró en el espejo, estaba bien. Dobló el envoltorio con cuidado para no ensuciar el piso. Unos pasos, el tacho, bolsa de basura llena. Le hizo un nudo bien resistente: para que no se cayeran residuos sobre la calle, si es que el basurero tenía que revolearla hasta el camión. La sacó al patio y colocó una bolsa sin usar, virgen pensó.

Después se fue a bañar, quería sentir su cuerpo, sacarse de encima las caricias ajenas.