26.7.07

Música

(A Tomás Manoukian, amándote)

Es la cuestión histórica más estética, anárquica y acéfala. Los jóvenes la llevan a la práctica, de una manera rítmica, lúdica, cíclica.

Dos jóvenes espléndidos, en algún momento terminan con su día público, rehuyen a ámbitos de penumbra, y allí se encuentran. Es lógico: comienzan con un prólogo anacrúsico, se enfrentan, se recorren, y en movimientos rústicos se acercan, se sienten prójimos, y muy próximos. Un ejército de luciérnagas lumínicas, como un estímulo inédito, revolotea entre ellos. Todo se hace más nítido. Aunque también se convierte en daltónico, porque los vértices se empiezan a romper, y los colores cálidos invaden a los gélidos.
Después el pecho cardíaco golpea más rápido, y los jóvenes intrépidos, tienen movimientos pélvicos, sin vértigos. Los pequeños médanos parecen que tuvieran erupciones volcánicas y estuvieran coléricos. Lo cóncavo late, y lo convexo también.
Se retuercen, se revuelcan con propósitos eróticos, con balanceos mínimos y mayúsculos, como acróbatas. Por momentos el baile es muy fálico, y a veces los ritmos son fáciles, pero no por eso paupérrimos.
Todo se vuelve térmico y catártico. A los jóvenes les empieza a faltar el oxígeno, quedan asmáticos, se confiesan en cualquier tónica, con un canto apenas melódico, muy simple: gemidos armónicos. Pero no diáfanos. Las manos elásticas son mágicas, sacrílegas, llegan hasta lo más hondo de lo ínfimo, de lo íntimo. Sus cuerpos se vuelven lúbricos en esa lucha titánica, enérgica, y el tiempo pareciera nunca ser pretérito. En algún momento se llega al término con un hálito orgásmico, eufórico, casi poético.
Ellos quedan afónicos, y se despiden con júbilo hasta su próximo encuentro libérrimo.

13.7.07

Figuras simples y perfectas

I
Paula le contó a Silvina de la noche anterior. Estuvo con un chico que conoció en una fiesta, bailaron y después fueron a un hotel. Ella nunca había estado. Los espejos. Eso fue lo que más le gustó. Ella en todos los rincones de la pieza, observando cómo era cogida, deseándose, moviéndose frenética, intentando llegar a la pared para tocarse, aunque su figura en el espejo estuviera fría, no como su cuerpo en la cama, cuerpo sudado en cama húmeda. Se preguntó si era voyeur, alguna vez había escuchado esa palabra, y ahora la usaba siempre que podía. Debía ser porque le excitaba verse penetrada de frente, de costado, por alguien cualquiera. O quizás no era, porque disfrutaba mirando su cuerpo, sólo a ella, bien cerca del espejo, bien cerca de sus propios labios entreabiertos, de su boquita petera. Sus gemidos retumbaban en las paredes, no había otros sonidos: la música del hotel parecía de consultorio médico y habían preferido apagarla. No sabía si él había jadeado como un borracho o como un perro, ella, perra, ella, de arriba, de atrás, aplastada, atornillada una y otra vez.
Cuando él se durmió ella fue a ducharse. Hasta en la bañadera había un espejo que ocupaba desde el techo hasta los pies; se empañaba y por momentos quedaba diluida. Con los dedos iba redescubriendo sus curvas, dibujándolas, reapareciendo de a poco. Vio una mano que la envolvía, amagaba, jugó con el arito plateado en el ombligo, y al final la conquistó. El agua se resbalaba por el pelo, la espalda, por todo el cuerpo, acariciándole las piernas, y esa tibieza hacía su piel más suave, le limpió la transpiración, le mojó los labios, unas gotas se mezclaron con su saliva y cayeron en el suelo de la bañadera.
Él seguía durmiendo. Ella lo despertó y le dijo que se vistiera rápido porque debía volver a su casa.
Eso le contó Paula. Silvina la miró con los ojos muy abiertos: tampoco conocía los hoteles.


II
Silvina le confesó que a ella también le gustaba acariciarse en la bañadera. Jugaba a que era actriz, rebalsada de seducción y la lluvia era champagne. Siempre se imaginaba que alguien entraba al baño y la veía a través de la cortina, esa que tenía en la casa, con unos dibujos de palmeras y una playa y el mar, que era transparente. Como si ella fuera una modelo, de esas en bikini, que llevan tragos de colores a la pileta. O como si fuera la protagonista de una película erótica, y en un momento llega un asesino que la quiere matar, pero la encuentra bañándose, y como ella es tan hermosa, el asesino se queda mirándola, se masturba y acaba sobre el bidet. Pero nunca se decide si el asesino al final la mata o no.
Paula sonrió. Se la imaginó en la ducha. Desnuda, con la piel mojada, brillante, y una gota deslizándose por los pechos, rodeando la panza, hundiéndose en el ombligo. Ahí aparece Paula en la escena, pero no es el asesino; Paula se mete en la bañadera, lame la humedad de Silvina, desde los pies, los muslos, la entrepierna, los labios, besa, lame. Sobre ella también llueve.
Le preguntó a Silvina si su piel era como la de una negra brasilera, o más bien como la de una amazona. Silvina sonrió. Bajó la vista, tímida, avergonzada. Pero la levantó enseguida, y miró a Paula con una de esas ojeadas que echan las mujeres cuando se están pintando las uñas y de repente levantan la vista y fulminan. Paula tenía una sonrisa preciosa, dientes blancos y parejos, como esas actrices de la tele, con los labios que parecían de colágeno, de rouge. Y los ojos oscuros la desnudaban.

III
Ninguna de las dos había visto películas eróticas. No sabían si tenían argumento. Prefirieron que sí. La historia que más les convenció fue la de la alumna irresistible, nínfula como ellas, con el pelo largo y pollera de colegiala. Con el profesor de biología. No se pusieron de acuerdo en cada uno de los rasgos del profesor, sí en que tenía menos de treinta y con el pecho lampiño; Paula lo quería con un poco de panza, un poco no mucho, porque esos tienen más fuerza, porque tienen la autoestima por el piso y te cogen como si fuera la última vez en su vida, eso dijo. Que les hablara del cuerpo humano, del sistema nervioso, o de los métodos anticonceptivos, ellas mientras tanto pensarían que la mejor manera de aprender es en la práctica. Silvina recordó que en un libro había leído una frase muy linda: “En el suelo hay abierto un libro de medicina. Para mí es un libro de hechizos, piel dice, piel, profe”. Eso le dirían. Que fuera una clase particular en el laboratorio, así el profesor las poseía con su jeringa, su aguja, su veneno, las inyectaba arriba de la mesada. O podía ser en el aula, con la puerta cerrada y que sus compañeras hicieran fila para espiar por la cerradura, agachadas, sacando culo, y la pollerita de colegiala es tan corta que sería una hilera de bombachas, ligas y medias de red. Y cuando ellas salieran del aula, el profe habría quedado como muerto arriba del escritorio. También serviría si el profesor fuera de matemática, y que les explicara las ecuaciones, las tangentes y los senos y ellas no entendieran nada, y él las mirara enredarse un pechón de pelo en los dedos, y el escote, y los senos.
En un momento Paula le preguntó a Silvina si se estaba imaginando la escena ella sola con el profesor, o si también estaba ella, Paula, los tres. Sonrieron y no se contestaron.


IV
El pelo de Silvina era largo hasta la cadera, enrulado y negro. Así debía ser el de la actriz de la película porno. No rubia. Rubia era de muy puta; y ni hablar de las pelirrojas, que encima tienen toda la cara plagada de pecas. Y jamás pelada. Si una es pela es como avergonzarse de ser mujer. Porque además es de enferma; si está enferma, en la película la actriz debería usar peluca. Pero pelada del todo, no. No es sensual, es un asco. Imaginate que estás cogiendo con una chica, después ella va al baño a ducharse, se saca la peluca y le ves la cabeza calva: o la matás ahí mismo; o salís corriendo; o metés tu cabeza en una palangana llena de agua para que se te meta por las orejas, llegue hasta el cerebro, se te inunde y te olvides de esa imagen horrible. Silvina se acordó que una vez había leído un cuento de una prostituta que era pelada y tenía dos cicatrices en la cabeza pero nunca se decía qué le había pasado. Esa escena era la mejor del libro. Le preguntó a Paula si tenía cicatrices. Paula se descalzó, y le mostró una en el pie de cuando le habían sacado un lunar a los cinco años, pero casi no se le veía. Recordaba que se lo habían sacado en el verano porque por algunos días no había podido meterse a la pelopincho. Silvina dijo no tener cicatrices. Paula no le creyó, dijo que todos tenían: su primo tenía una en la ceja, su mamá en la pierna, su hermana en una teta una vez que se había quemado con un cigarrillo. Silvina quiso saber sobre el escote de la hermana, que hasta dónde era, qué dónde la cicatriz, qué cuándo, y si se la había mostrado. Paula le preguntó si quería verle las tetas a la hermana o prefería vérselas a ella. Y le volvió a preguntar sobre sus cicatrices. Silvina repitió que no tenía. Denudate, le pidió Paula, quería buscarle ella misma en todo el cuerpo, cicatrices, que alguna seguro iba a encontrar.

V
Silvina la miró, le observó la camisa, la panza, se acordó del arito en el ombligo. Los botones a la altura del pecho dejaban ver el corpiño, a propósito pensó. Supuso que el hombre que había hecho ese diseño, lo había inventado recordando los pechos de su novia. O quizás no tenía. Seguro que no tenía novia, si el noviazgo al final termina matando la sugestión. Y eso provocaban los botones así. Hechos para ir en el colectivo, ambos, el diseñador y una mujer con su modelo, ella leyendo, haciéndose la indiferente, y él mirando la camisa, la tela estirada, imaginando que corre el corpiño. Especulando sobre el pezón, que es lo que más cambia de un cuerpo a otro. Cómo será el pezón de la mujer con su camisa que viaja en colectivo, haciendo como si nada. A él se le hace agua la boca. Ella sonríe, sigue leyendo, saborea que él la mira, se imagina que le termina de separar esos dos botones que amenazan con ceder, piensa que la quiere desvestir, aunque no está del todo segura si de verdad desea que la toque, y hasta se pregunta si quiere que igual, de todos modos, él la sacuda; y él está por estallar junto con los botones, y quiere destruir la camisa y cogerse a la mujer en medio del colectivo. Y la odia, odia su diseño por hacer a las mujeres más sugestivas, más seductoras, todavía más perfectas. En eso pensaba Silvina mientras desabotonaba con la mirada, la camisa de Paula.


VI
Desde sus risitas, entre comentarios impúdicos y tímidos, se imaginaron dónde estaba prohibido hacer el amor. En un bar. Ellas dejarían que sus piernas se rozaran con las del compañero de esa noche. Sentados a una mesa, si son casi desconocidos, mejor. Una cerveza y otra: la cerveza como un Titanic que rompe el hielo y después empieza el descontrol. Un trago tras otro y una horda de gente en la pista de baile. Ellas se mezclarían, también se dejarían manosear por las luces de colores, acosadas por la música, hirviendo y transpirando. Un manojo de llaves caería al suelo. Ellas se agacharían para agarrar las llaves y los cuerpos se tropezarían unos sobre otros, encimados. Una montaña de pieles, de bocas, de agujeros, de lenguas. Después ellas saldrían del bar, con una sonrisa tibia, por haber conocido lo más hondo del pozo.
También pensaron que sería atractivo hacerlo en el tren, de noche, cuando todos duermen. Ellas se levantan, caminan por los pasillos. No pueden dormirse porque están aburridas, volviendo de unas vacaciones tediosas, sin nada para recordar. No pueden mirar el reloj porque está todo oscuro, y eso les molesta porque los minutos no pasan más. Siguen caminando por el tren, todos duermen, bastantes ronquidos, algunos murmullos aislados, el resto en silencio. De afuera sólo se ve el campo y los postes de luz, todo igual, como si no avanzaran, como si el tiempo se hubiera detenido en serio. En algún momento, entre un vagón y otro, un cuerpo las mete en el baño, las aprieta contra la pared, las viola y se va. Ellas se quedan adentro, sentadas en la pileta un rato más. No lloran. Sienten el cuerpo sucio pero no les duele. Se acomodan la ropa, y salen del baño. Ahora sí tienen algo para recordar.


VII
Lo pensaron un segundo más y una línea de frío les recorrió el cuerpo y se abrazaron para que nunca les pase. Pensaron que era culpa de la cabeza donde todo está permitido. Y también que en los cuerpos, con los cuerpos, se tendrían que escribir los días porque no pueden olvidar, quedan marcados para siempre. Por eso convendría hacer el amor de una vez por todas con las personas prohibidas, con las mujeres más imposibles, acariciarse en las fuentes de los parques, hacerlo a la luz de los árboles y a las sombras del atardecer. Eso dijeron, eso quisieron. Sus caras fueron acercándose, prudentes, osadas, como cruzando un puente colgante. Se olieron a distancia pidiéndose permiso, expectantes por lo que harían los otros labios. Sintieron sus bocas mullidas, sus cuellos, sus huecos para ser mordidos. Mientras se besaban, se aprisionaron las caras casi con violencia, para asegurarse que eso les estaba pasando. Sus cuerpos se humedecieron, más suaves, más salados. Rompieron la frontera entre sus jugos una y otra vez. Silvina sentía una lengua inquieta, de adrenalina. Paula lamió, chupó, mordió, se llenó la boca de Silvina. Hasta besó una verruga que tenía entre las tetas. Después le acarició el pelo, que se le pegoteaba en la cara, molestando. Le recorrió todo el cuerpo, la manoseó con la vista, de arriba, de atrás, buscando alguna herida, alguna cicatriz.
Silvina lo primero que miró fueron los pezones. Los de Paula eran más oscuros que los de ella, pero si los besaba mucho se ponían más rojos y grandes, y le dieron ganas hasta de masticarlos. Toqueteaba el arito del ombligo y metía lo dedos en la boca de Paula. Uno, dos, despacio y más fuerte, buscando los rincones en un cuerpo parecido al suyo. Quiso meter toda su mano. Quiso que su cuerpo se achicara para meterse entera dentro de Paula, nadar en su vientre, entre las tripas hasta llegar muy cerca del corazón. Pero no estaba segura, porque le parecía, entre esa penumbra azul y ciruela, que la mirada de Paula, como el fuego, tenía una mitad de frío. Pero Silvina siguió para convencerla, para que la quisiera por esa noche aunque la declaración de amor la estuviera haciendo tan torpemente, con faltas de ortografía. Le gimió en la oreja, le dejó sus marcas de saliva en todo el desnudo, en cada curva, en cada lunar, hasta en los granos. Y Paula al fin sonrió.
Eso fue el principio.
Después se inventaron algunos secretos.
Después empezaron muchas veces de nuevo.







Julio 2007