8.12.07

Arenero

Era una mañana repleta de chicos porque había mucho sol, y también viento. Un nene, que tendría diez años, que tenía el pelo corte tipo taza y un papá que corría detrás, que también tenía a una mamá sentada en un banco mandando besos y cuidando una bicicleta, ese nene tenía un barrilete de un tiburón. Había mucho viento así que el tiburón bajaba y subía de las nubes, en medio de otros barriletes. Tenía ojos de marcador negro. A veces miraba al cielo. A veces, al parque; quizás pensaba que era el océano.

Yo estaba en el arenero. Ni a mi mamá ni a mi papá les gusta el arenero, no sé por qué si hay toboganes (hay dos y uno es muy alto. Yo nunca me subí porque me da miedo si no me esperan abajo. Una vez un papá de otro nene me dijo que subiera, que él me esperaba, pero yo no quise) y también hay hamacas. A veces subo hasta el cielo.

Ese día, por ejemplo, subí hasta las nubes para ver al tiburón que volaba. Me senté en una hamaca, empujé el piso y estiré las piernas cuando fui para atrás y las doblé cuando fui para adelante y las volví a estirar y sentí que rompía el aire como rompí algunas veces las olas del mar, y doblé las piernas y miré al tiburón. Él también me miró. Tenía ojos redondos y era gris. Yo no sé por qué pero todos lo veían como si fuera malo. Él estaba triste, porque no podía nadar. Tampoco podía volar mucho porque un nene lo tenía atado. Ese nene que tendría diez años y corte tipo taza lo tenía sujeto de un hilo. Para peor, el hilo era casi invisible. Y como nadie lo distinguía, los otros nenes pensaban que el malo era el tiburón y no se daban cuenta de que, en realidad, el que quería destruir a los otros barriles, era el nene. Pero yo sí vi el hilo. Y ahí me di cuenta: el nene quería sacarse sus ganas de ser malo haciéndole hacer maldades al tiburón; porque si él era malo lo iban a retar, el papá ya no iba a correr con él, y la mamá no le iba a mandar saludos mientras cuidaba la bicicleta. El tiburón estaba muy triste porque lo obligaban a golpearse con los otros barriletes, como si se los fuera a comer. Pero qué se los iba a comer, si eran cuadrados y seguro le caían mal. El tiburón me dijo todo esto, hablaba con un gruñido que parecía el de un dios. Aunque algunas cosas las pensé yo solito porque mi mamá siempre me dice que intente pensar yo solo, que no me tienen que explicar todo. En un momento subí tan alto, en la hamaca, que el tiburón me habló en el oído: vení a buscarme para jugar juntos. ¿Hasta las nubes? Y no me contestó. Pero igual doblé las piernas cuando iba para atrás y las estiré cuando iba para adelante y así y así hasta que llegué al piso. Tenía que ir a rescatar al tiburón, para dejarlo libre de las garras de ese nene. Así él sólo podía decidir si quería ser bueno o malo. Me bajé de la hamaca. Me tropecé con una piedra, porque yo todavía miraba al cielo. Y pensé ¿qué hago con el tiburón? Porque es de papel y si lo hundo en el océano para que nade, se va a desarmar. La arena estaba pegajosa y quise salir del arenero. Pero mi mamá se acercó y me dio una palita. Me dijo que en el arenero había piojos así que no me revolcara, me dijo que no me metiera la arena en los ojos, y que hiciera un castillo grande y lindo. Yo quería rescatar al tiburón pero no le dije nada a mi mamá, porque ella no iba a entender. Iba a poner lo brazos en la cadera, cara de enojada, iba a decirme que el barrilete era de otro nene, que no se lo podía sacar, y que además no tenía plata para comprarme uno. Así que no le dije nada, porque ella siempre me dice que tengo que pensar solo. Así que agarré la palita y me fui a hacer un pozo.

En la plaza es aburrido jugar con la arena, no se puede hacer nada más que un pozo, y además no puede ser profundo porque hay cemento.