25.4.08

Arenas movedizas


Mi esposa había dejado su neceser abierto en el botiquín. Tres lápices labiales, grises por fuera. Los probé en mi mano: rojo, negro y rosa. Observé por la mirilla: a mis hijos se los escuchaba en la pieza, y mi esposa cocinaba. Me pinté los labios con el rosa. Yo no conocía a esa mujer, pero le dije que la estaba esperando y ella, en ese bolero solitario, desde detrás del espejo, me pidió que la besara. Fue tan cálido su beso que me quemó: era hielo el revólver que me estaba poniendo en la boca; nunca había tenido uno a mi alcance. Sus labios quedaron en el cristal, estuve por romperlo, pero eran rubíes. Ella me observaba mientras me afeitaba y me decía que no era suficiente, que debía quedar con todo el cuerpo suave para que pudiera recostarse sobre mí. No le contesté. Ella me dijo que le daba lástima ese silencio, el silencio de las cosas que no querían crecer.

Era cuando el sol se volvía entre violeta y rojo, que ella se trepaba por la ventana. Era comernos corazones de alcaucil sobre el colchón o ser fideos y que nos sorbiéramos hasta la lengua. Traía consigo una brisa que volaba la casa, a mi esposa y los diarios. Las fotos se volvían de espaldas, y los gemidos salían por las puertas, por los techos hasta perderse en mi garganta.
Volvía en cada atardecer y se quedaba en mis sueños, para perderse, para irse en las pinturas del baño; o quizás era yo quien la dejaba ir, como un fantasma, sin animarme a tomarla. Pensé en hacer una trampa de cazador o poner espejos en el placard, para que se quedara un rato más, cinco minutos o un día y poder estar en su cuerpo. Es inasible, quería creer. Así que terminaba por ponerme la corbata y los mocasines. Cuando llegaba mi esposa, ella ya no estaba: no sé cuándo se iba, o si se metía entera dentro de mí. No sé cómo hacíamos el amor, porque era ella quien estaba en mí, también en las arenas movedizas al pie de la cama, en los cajones de mi escritorio, en los vestidos de mi esposa. Yo era un bandido con la boca llena de ella y no me quedaba estómago para gritar. A veces, en la siesta del domingo, a espaldas de mi esposa, el agobio humedecía mi almohada, pensando en los camisones de seda que no se ceñían en ningún cuerpo: camisones que se estaban marchitando. Ella me espiaba desde el insomnio y murmuraba: comé de mí, dejame ser tierna.

Llegó un tiempo en que las miradas de la calle movían los labios, algunos se parecían a los de ella, pero mi boca era la mejor calcomanía gastada. Entonces empecé a inventar compañeros de trabajo y me iba los sábados a buscar esos ojos pintados que estaban guardados en mí. Los busqué en los bares, en los cines continuados, en los remates. Pensaba verla en la calle, en las manifestaciones que cruzaran cualquier esquina. Estaba en todos lados, pero sólo en mi casa. Estaba en todos lados, pero sólo en mí. Estaba en los espejos, donde todo es al revés.

Quería emborracharme a las siete de la mañana para terminar con esa felicidad en aerosol y encontrar, quizás, la felicidad maquillada, que bien distinta es. Con mi esposa los días tenían una mitad de frío, pero con ella la lumbre no tenía estrías. No sabía su nombre: ella, simplemente ella y siempre pintada como una marioneta sin hilos. No quería más esa podredumbre, esa tristeza de saber que estaba esperándome, y yo todavía sin conocer a quien me vendiera mis sueños. Probé estar enfermo, para recostarme y dormir. Cuando todos se iban, me escondía en el placard, me quedaba inmerso en vestidos y odiaba mi desnudez. Deseaba acabar con mi cuerpo porque ella estaba presa en mi sangre y yo quería vomitarla para que saqueara mi vida. Aparecieron los dedos, las arcadas, el silencio, hipos en el inodoro.

Fui a buscarla a una ciudad más grande con miles, millones de mujeres. En mi lugar, en mi familia no podía. En el camino tropecé con unas cuantas lágrimas, mías y de ella también. Desconocía su nombre pero era cuestión de encontrarlo, de decirlo; mi voz en algún idioma, de alguna manera, se tenía que escuchar. Acá llegué, acá yo podía apropiarme de mi amor en la luna y en el día, no más esa dictadura de relojes. La fui encontrando de a poco: en una foto, su peinado; sus piernas, en las butacas; aquella noche, su ropa. Nuestra nueva relación empezó con la nostalgia de eso que nos faltaba: un pasado, un alrededor. Así que comencé a delinear torpemente un destino. A veces de rosa nena, o azules llenos de hombres; a veces, también, muy negros. Esmaltaba mis días en ella; al principio con una colonia tímida, pero después dejé que me conquistara el perfume más caro.


Abril 2008