19.10.08

Dejar sangrar

Los portarretratos están vacíos, y yo los completo, a cada minuto, con una foto distinta. En todas estás vos; en ninguna me mirás. Quizás ahí, en el monumento de Rosario, en el tren hacia La Plata, a orillas de la pileta. Pero no acá, no a las sábanas, no a mis besos, no a mis manos que están perdidas, porque no saben si ahora, para pensar en vos, deben pedirte permiso.

Sospecho la existencia de ojos celestes que inundan; supongo pies enredados, molestos de frío; infiero panzas tan delgadas a las que solo les queda un ombligo sin pelusa, sin adorno, como una cicatriz inconclusa.

Me perturba la ausencia inexplicable, pero no lloro. Con los ojos limpios (aunque quizás no la mirada) veo el presente: el día de veinticuatro horas, la noche mucho más larga. La frazada aún huele a tu cuerpo.

Quizás existan pieles más suaves, pero que no abriguen; perfumes clásicos, sin animal; presumo que hay manos grandes que podrían arañar mi cuerpo, aunque sin marcarlo.

Dejar sangrar, hasta que se seque; dejar sangrar, hasta que se acabe; dejar sangrar, y desmayarme. Alguien dibujará una silueta en el suelo, en la escena del crimen, aquel día, en el bar. Pero ya no vendrá ninguna grulla que se acerque a respirar en mi boca, aunque espere, aunque espere, aunque yo espere.

19/10/08

3.9.08

Marasmo urbano

Se baña rápido por las dudas: quién sabe si esa noche habrá corte de luz y no sube el agua.

Es martes, va a salir. Se pone el pantalón blanco, mira en el espejo cómo se distingue su bombacha negra, se desabrocha los tres primeros botones de la camisa. Hace un mate y tira el paquete de yerba.

Pasa las hojas del diario, mira las fotos. Encuentra una de la Presidenta, agarra un marcador y le dibuja bigote; va a la última página y hace el sudoku.

A las diez y media se sienta frente a la computadora. Se compró un programa nuevo que desgraba solo, así que ahora ella solo tiene que corregir los textos. Siempre son de temas distintos, hoy está aprendiendo sobre los contrastes de los colores y piensa que podría dividir sus ambientes por los rompecabezas. Recién está probando el programa, pero parece que funciona muy bien, y ahora ella sí tiene tiempo para pensar en cualquier cosa; cuando se confíe, podrá dormir unas horas más, hasta el mediodía, no es tanto.

A las doce y media termina el trabajo. Anota dos horas en la agenda. Es fantástico, cada vez trabaja menos y por la misma plata. Mira el rompecabezas, lo pondrá en la pieza, frente a la cama. Es una figura andrógina, del derecho y del revés, chupándose los genitales. Pone algunas piezas, tiene 1500.

Después de comer una manzana verde se acuesta en la cama. Da una vuelta, pero no puede dormir, da otra vuelta. Pone la oreja contra la pared, pero ya sabe que a esta hora no está el vecino. Prende la tele, cambia de canal, baja el volumen. Sale de la cama, pone la radio, hace tiempo que no escucha música. Así que abre las cortinas, sube el volumen y baila. Gira, sonríe, se arrastra por el suelo, da saltos; sabe que desde la vereda de enfrente el segundo piso se ve bien. Podría aprender baile. Pero ya es tarde, si no se aprende de chica no se llega a nada. Salta, elonga: quiere cansarse.

Mira el reloj, dos y media, hasta las cinco el supermercado no abre, hasta las seis no llega el vecino. Mira el reloj, dos y treinta y uno, tan rápido pasa el tiempo y ella sin darse cuenta: ya se harán las cinco. Pone un cd de Drexler. Recuerda que se lo compró cuando pasaban la propaganda de la sopa, y desde entonces no lo habrá escuchado.

Afuera la gente parece pesada. Pero en el departamento hay corriente. Se sube a la banqueta, levanta el airiluz. Los vecinos dejaron el aire acondicionado prendido. No sabe a qué hora llegan.

Pone la pava, hace pis, dos y treinta y cinco, prepara la taza y saquito de té: quisiera tomar mate porque dura más, pero hasta las seis no irá al supermercado.

Si saliera iría a caminar por Cabildo, miraría carteras y lencería erótica. Quizás a la tarde, si no se encuentra con el vecino. Alguna vez le tiene que tocar. La tiene que tocar. Y gritará fuerte para que todos los departamentos escuchen. Apaga el fuego.

Se sienta frente a la computadora y empieza a corregir el texto que tiene que entregar el viernes, el último de la semana.

Son las cuatro y media, trabajando el tiempo se pasa muy rápido. Anota dos horas en la agenda. Se recuesta, abre el libro que tiene en la mesita de luz. Pero no lee, ya se harán las seis. Quisiera trabajar un poco más, pero no tiene más encargos.

Se enfrenta al rompecabezas, pone nueve piezas en una hora y media. Hace la cuenta: cinco horas por día, treinta piezas, doscientas por semana, ocho semanas y termina. Tan rápido que no le quedarían paredes, se tendría que mudar a otro departamento. Con el vecino. Si en la casa nueva no tuviera al vecino como vecino no se mudaría.

Escucha el ruido del ascensor, la puerta de al lado.

Seis y cuarto se pone desodorante, podría pintarse las uñas, pero no le conviene, ¿si él sale de su departamento cuando las uñas no están secas?

La puerta de al lado, el ascensor se abre. Escucha que él habla con una mujer, no le reconoce la voz. El ascensor llega a planta baja. Ella sale de su departamento.

Intenta no cruzarse al vecino entre las góndolas. Compra yerba, azúcar, arroz y naranjas. Mira los precios y da vueltas con la canasta sin poner nada más. Él va hacia la caja cuatro; ella, a la cinco. Él no la mira. Ella todavía no lo saluda. Él mueve los dedos. Ella se pregunta por qué él no habrá hecho la lista del supermercado, ella hizo la suya. La caja de él va a más rápido, sale del supermercado cuando ella tiene todavía dos personas adelante. La cajera no tiene monedas para darle vuelto, le pide a una compañera, ella agarra su compra y sale corriendo.

Él está en la esquina, esperando para cruzar. Ella se apura. Cuando él la ve, le pregunta por qué corre. Ella sonríe, segura de que no tiene restos de comida entre los dientes. Cruzan sin hablar, ella está recuperando aire, él le abre la puerta del edificio y ella piensa que es todo un caballero. Suben al ascensor, son solo dos pisos, no puede perder el tiempo. Infla el pecho: “¿Hace calor, no?” Él le contesta algo y ella piensa en qué bien que podría desabrocharle el pantalón con la boca, ahí mismo, piensa en abrir la puerta para que el ascensor se detenga, y que suene la alarma en todo el edificio, que los vengan a rescatar, y cuando al fin ellos salgan del ascensor ella tendrá el rouge corrido. Pero no se pintó la boca así que habla. “¿Compraste un Tofi? ¿No es grande para vos solo?” “Es para compartir”. Quiere preguntar con quién pero llegan al segundo piso. Él le abre la puerta, ella decide seguir hasta el último.

En la terraza mira hacia la calle, quiere retroceder el tiempo. Todavía se siente el calor, desabrocha el botón inferior de la camisa. Infla el pecho, va hasta la planta baja y sale a caminar.

Pasa por al lado de una construcción. Los obreros le gritan. Mueve el culo. Entra a un quisco, pide un Tofi grande. Mueve el culo. Los obreros le gritan. Deja atrás la construcción. Infla el pecho.

Camina por Cabildo. No tiene ganas de mirar carteras así que entra a Caro Cuore. No sabe si corpiño, si body, si bombacha. Mira todos los estantes. Se lleva un camisón de seda blanca con encaje y responde con una sonrisa a la complicidad de las vendedoras.

Entra a un bar, pide un tostado. Se siente de espaldas a la puerta para que no piensen que espera a alguien. No sabe qué hora es y eso le causa alivio: como si el tiempo se hubiera quedado quieto. Pero ahora tiene un Tofi, un camisón, un tostado y una seven up light. A la noche podría llamar a alguna amiga, o a su hermano. Si es que no es muy tarde, porque no sabe qué hora es.

Decide que va a descolgar el rompecabezas de los perros. Esos dibujos ya no se usan, ahora las imágenes son obras de arte. Y ese rompecabezas es historia pasada, hace tanto que lo armó, fue el primero. Se lo regaló para poder dejarla, para entretenerla, no era boluda, se dio cuenta apenas lo abrió. Pero ya no está triste, ya no necesita recuerdos. Hace años. Todavía le queda espacio en las paredes pero lo va a descolgar igual, porque no le gusta el dibujo aunque se lo hayan regalado. A la noche podría mirar una película mientras come el Tofi. Y puede adelantar las piezas del día siguiente. Debería estar orgullosa de poder armarlo en menos días.

Se fija que los mozos no la estén mirando y se guarda algunos sobrecitos de azúcar, por si se le acaba, para no tener que ir al supermercado y cruzarse con el vecino, que no le mira ni el pecho, ni la camisa, ni el culo.

Llega a su casa cuando es de noche. Se pone el camisón nuevo, acaricia la seda, se mira en el espejo. Ya es tarde para llamar, quizás al día siguiente. La película es con subtítulos así que la pone en silencio para poder indignarse por los ruidos de los vecinos. Se recuesta en la cama y muerde el Tofi. Es tan rico que ella no lo compartiría, el vecino podría haber comprado uno más grande. No se escucha nada del otro departamento: quizás el vecino salió cuando ella estaba en la calle, ocupada. La película es mala. Quiere, hace fuerza, pero como no está cansada no puede dormirse. No sabe qué estará haciendo el vecino. Apoya la oreja en la pared, pero nada. La película sigue. Muerde el Tofi.

Suena el teléfono. No se pone las pantuflas y corre para atender. Es una amiga. Dice que operaron a su hijo, si puede ir a verla. Ella se viste, apaga la tele y sale.

Se dice que es muy buena compañera. Sabe que esa noche será agotadora, y cuando vuelva a su casa estará cansada y podrá dormir mucho. Hasta el mediodía o quizás un poco más.




Julio 08

25.6.08

De dragones y pájaros

Lo vio sobre un árbol, era muy temprano y a las dos de la mañana no se distinguen las sombras. Se escuchaba la música del pueblo hasta el silencio, y el ave un ángel pareció, pero ella no creía en eso. Un pájaro de ochenta kilos, con ojos brillantes como los gatos verdes. Y verde y sombra fue el desierto neuquino con tres arbustos, cinco montañas, caminos con goteras. Miró al ave sin patas y olvidó el cielo. El animal agitó su pico con un murmullo que ahogó la música.

Ella quiso ser el príncipe y que el pájaro olvidara una pluma, pero voló alto y se llevó el pasto y el río, dejó la madrugada y la sed.

Ella buscó en los libros pero el pájaro no estaba ni en las hojas ni en los árboles. Tomó un vaso de agua y buscó en el estante de los textos míticos. Su pareja le acercó un mate y pidió otro y otro. Los mitos quedaron manchados de yerba, ilegibles, y ella se preguntó si de verdad lo había visto, si la sombra, sí.

Empezó a sentir sed y no le alcanzaba con un jarro de agua natural, y seguía con ese gusto entre patchuly y lavanda. Bebió de su pareja, jugo y coca cola. Estuvo meses y litros preguntándose si tendría algo dentro, entre la garganta y los pies, entre la cutícula y la uñas, entre el culo y el ombligo. No era amplio y era todo. Era tan todo y ella misma no tan sola.

Tomó agua de la botella, del amanecer, del inodoro, de las rosas, de las lágrimas. Ya no tomaba agua de lluvia sino de savia, por si los ángeles.

Comía zapallos hervidos, sopa de verdura, arroz con leche y de postre ciruela en almíbar.
Probó de amantes, de ríos, de zanjas hasta que cayó enferma para tomar té. Pasaron familia, vecinos y una pareja ya aburrida.

Un atardecer, llegó un amigo. Ella le reconoció los ojos, él le dio un beso de papel, de madera seca, de leña, y ella le vomitó fuego en la cara. Él se marchitó, salió por la ventana, y en el árbol volvió a nacer.

Desde entonces a ella le sale fuego por la boca, fuego vomitado, escupido, fuego en las manos. A su paso enciende todo, quema el cielo y las chispas se vuelven estrellas. Algunas caen y prenden árboles con ojos verdes.

Adentro, por las noches, ella duerme con el ave de ochenta kilos, que no tiene nombre en los libros y que parece un ángel. Duermen abrazados a la lumbre. Y si el pájaro se quema vuelve a nacer.

Afuera algunos cuerpos estarán muriendo por balas, calcinados estarán.

Adentro se vive mullido y tibio. El tesoro escondido se sospecha pero no se puede romper; se ve aunque es imposible tan solo de imaginar.

25.4.08

Arenas movedizas


Mi esposa había dejado su neceser abierto en el botiquín. Tres lápices labiales, grises por fuera. Los probé en mi mano: rojo, negro y rosa. Observé por la mirilla: a mis hijos se los escuchaba en la pieza, y mi esposa cocinaba. Me pinté los labios con el rosa. Yo no conocía a esa mujer, pero le dije que la estaba esperando y ella, en ese bolero solitario, desde detrás del espejo, me pidió que la besara. Fue tan cálido su beso que me quemó: era hielo el revólver que me estaba poniendo en la boca; nunca había tenido uno a mi alcance. Sus labios quedaron en el cristal, estuve por romperlo, pero eran rubíes. Ella me observaba mientras me afeitaba y me decía que no era suficiente, que debía quedar con todo el cuerpo suave para que pudiera recostarse sobre mí. No le contesté. Ella me dijo que le daba lástima ese silencio, el silencio de las cosas que no querían crecer.

Era cuando el sol se volvía entre violeta y rojo, que ella se trepaba por la ventana. Era comernos corazones de alcaucil sobre el colchón o ser fideos y que nos sorbiéramos hasta la lengua. Traía consigo una brisa que volaba la casa, a mi esposa y los diarios. Las fotos se volvían de espaldas, y los gemidos salían por las puertas, por los techos hasta perderse en mi garganta.
Volvía en cada atardecer y se quedaba en mis sueños, para perderse, para irse en las pinturas del baño; o quizás era yo quien la dejaba ir, como un fantasma, sin animarme a tomarla. Pensé en hacer una trampa de cazador o poner espejos en el placard, para que se quedara un rato más, cinco minutos o un día y poder estar en su cuerpo. Es inasible, quería creer. Así que terminaba por ponerme la corbata y los mocasines. Cuando llegaba mi esposa, ella ya no estaba: no sé cuándo se iba, o si se metía entera dentro de mí. No sé cómo hacíamos el amor, porque era ella quien estaba en mí, también en las arenas movedizas al pie de la cama, en los cajones de mi escritorio, en los vestidos de mi esposa. Yo era un bandido con la boca llena de ella y no me quedaba estómago para gritar. A veces, en la siesta del domingo, a espaldas de mi esposa, el agobio humedecía mi almohada, pensando en los camisones de seda que no se ceñían en ningún cuerpo: camisones que se estaban marchitando. Ella me espiaba desde el insomnio y murmuraba: comé de mí, dejame ser tierna.

Llegó un tiempo en que las miradas de la calle movían los labios, algunos se parecían a los de ella, pero mi boca era la mejor calcomanía gastada. Entonces empecé a inventar compañeros de trabajo y me iba los sábados a buscar esos ojos pintados que estaban guardados en mí. Los busqué en los bares, en los cines continuados, en los remates. Pensaba verla en la calle, en las manifestaciones que cruzaran cualquier esquina. Estaba en todos lados, pero sólo en mi casa. Estaba en todos lados, pero sólo en mí. Estaba en los espejos, donde todo es al revés.

Quería emborracharme a las siete de la mañana para terminar con esa felicidad en aerosol y encontrar, quizás, la felicidad maquillada, que bien distinta es. Con mi esposa los días tenían una mitad de frío, pero con ella la lumbre no tenía estrías. No sabía su nombre: ella, simplemente ella y siempre pintada como una marioneta sin hilos. No quería más esa podredumbre, esa tristeza de saber que estaba esperándome, y yo todavía sin conocer a quien me vendiera mis sueños. Probé estar enfermo, para recostarme y dormir. Cuando todos se iban, me escondía en el placard, me quedaba inmerso en vestidos y odiaba mi desnudez. Deseaba acabar con mi cuerpo porque ella estaba presa en mi sangre y yo quería vomitarla para que saqueara mi vida. Aparecieron los dedos, las arcadas, el silencio, hipos en el inodoro.

Fui a buscarla a una ciudad más grande con miles, millones de mujeres. En mi lugar, en mi familia no podía. En el camino tropecé con unas cuantas lágrimas, mías y de ella también. Desconocía su nombre pero era cuestión de encontrarlo, de decirlo; mi voz en algún idioma, de alguna manera, se tenía que escuchar. Acá llegué, acá yo podía apropiarme de mi amor en la luna y en el día, no más esa dictadura de relojes. La fui encontrando de a poco: en una foto, su peinado; sus piernas, en las butacas; aquella noche, su ropa. Nuestra nueva relación empezó con la nostalgia de eso que nos faltaba: un pasado, un alrededor. Así que comencé a delinear torpemente un destino. A veces de rosa nena, o azules llenos de hombres; a veces, también, muy negros. Esmaltaba mis días en ella; al principio con una colonia tímida, pero después dejé que me conquistara el perfume más caro.


Abril 2008

23.3.08

Figuritas

Cuando se enteró de que su maestra Laura iba a tener un hijo, supo que para él iba a ser como un hermano. Y eso les dijo a sus padres.
–¿Cómo que vas a tener un hermano? Si papá y yo…
–La seño va a tener un hijo. Y ya desde primero que es mi seño, ya es un montón: primero, segundo, tercero...
–Sí, pero…
–Y ella dice que es mi segunda mamá, que somos como sus hijos. Y yo sé que me lo dice especialmente a mí, no a todos. Así que es un hermanito.
–Pero es una manera de decir lo de la segunda mamá. Es el hijo de la seño. No es tu hermano.
Golpeó el tenedor contra el plato. Miró con el odio de un nene de ocho años y murmuró entre dientes.
–La seño no miente.
Fue a su pieza. Puso la silla y los almohadones contra la puerta. Agarró el libro para colorear. Miró una página, otra. Eran todos dibujos estúpidos: con una mamá, un papá y hermanitos, y todos felices. ¿Por qué no había una familia normal como la de él, sin hermanos y con una mamá que miente porque seguro que está celosa porque no quiere tener hijos, y la seño sí va a tener y él quiere tener hermanos? Todos sus amigos tenían hermanos. Es mejor, porque se aburre. Además cuando la mamá llega del trabajo quiere que esté con ella, que hablen y hagan la tarea. Él no quiere hablar, él no sé de qué hablar. Con un hermano, Tobías (si tuviera un hermano lo llamaría Tobías), con él jugaría a los autitos, y a la pelota.
Escuchó unos golpes, suaves, en la puerta. No se iba a reconciliar y menos si habían tardado tanto en ir a buscarlo. Se sentó en la silla, contra la puerta y empezó a gritar una canción que le habían enseñado el año anterior. Decía que la maestra tenía treinta hijos y que los guardapolvos blancos los hacían hermanos; no se acordaba nada más pero repitió una y otra vez la misma estrofa hasta que escuchó que mamá y papá ya estaban en la cocina lavando los platos. Abrió el libro para colorear. Pintó el globo, el cielo, el pasto, pintó los pantalones del nene, la remera, los brazos. Agarró el crayón negro y al nene le dibujó una boca triste. Miró a la mamá del nene, apoyó el crayón sobre el pelo y lo pintó. Apoyó el crayón sobre la cara y la tachó, otra vez; tan fuerte hasta agujerear la hoja.

Se despertó cuando todavía era de noche. Hacía frío y pataleó dentro de las sábanas. Pensó en su maestra. Era muy linda. Tenía el pelo largo, no como su mamá. Era flaca y tenía tetas. A él le habían dicho que cuando una mujer tenía hijos, las tetas le crecían para que los bebés pudieran tomar la leche. ¿Le iban a crecer mucho? Él una vez había visto tetas. Cuando su tía se separó se quedó unos días en su casa, en el living. Justo él se había despertado de noche y había ido al baño. Cuando pasó por el living su tía se estaba desabrochando la camisa. Tenía corpiño. Se quedó espiando. Se lo sacó. No se veía mucho porque solo había un velador prendido. No supo si le gustaron. Pero ahora sí le gustaría ver las de la maestra. Debía de estar enamorado. Él siempre se sacaba sobresaliente, y todos le decían que parecía más grande, así que quizás podían ser novios. Se levantó de la cama, en una hoja de plástica, de las grandes, para que la pudiera pegar en la pared, le hizo un dibujo con crayones. Estaba él tan alto como ella. Y un bebé, Tobías escribió en birome. No puso ningún nombre más. Dobló el dibujo, le dio un beso y lo guardó en la mochila. Se volvió a acostar pero no pudo dormir: contaba con los dedos, cuántos días faltaban para su cumpleaños.

A la mañana siguiente seguía enojado y quiso hacerse la leche solo; no la calentó por miedo a quemarse. Entre cada sorbo iba hasta la pieza a mirar la mochila: no quería olvidar el regalo. Cuando le daban plata, le pasaba lo mismo, se tocaba los bolsillos por si el billete se había caído. En el camino a la escuela no le habló a la madre. Al llegar, ella le dio un beso, él entró corriendo y se pasó la mano por la mejilla.
Cuando sonó el timbre del primer recreo, dejó que sus compañeros salieran del aula, quería darle, a solas, el regalo.
–Y vos ¿no salís al recreo? Haceme el favor, andá, así puedo ir a tomar un café.
Él bajo, mejor le daba el regalo en otro momento. Cuando ese día llegara a su casa, iba a probar el café. Tendría que decidir si con azúcar, chuker o sin nada.
En el segundo recreo la señorita se quedó guardando los libros que habían sacado de la biblioteca. Él la ayudó. Cuando ella tenía una pila de libros en la mano, le dio el regalo.
–Llevo esto y ahora lo miro.
Él aprovechó para estirarse el guardapolvo y limpiarse la mugre de las uñas. Le dio el dibujo. Nunca había tenido novia.
–¿Lo pintaste vos?
Dijo que sí con una sonrisa nerviosa.
–¿Así que Tobías? Es muy lindo, pero si es nene, le vamos a poner Manuel, el nombre de mi marido, del papá.
Ella no había entendido nada. Le dieron ganas de llorar pero no, si estaba grande para casarse con la maestra también estaba grande como para aguantarse las ganas.
–Lo voy a guardar en el modular de casa.
¿Guardarlo? ¿Para qué? ¿para que no lo mirara nunca? No entendía eso que hacía su mamá de guardar algunos juguetes para que no se rompieran: si estaban guardados no se podían usar. Al final la seño era como su mamá, no podía ser su novia. Pero el bebé sí, el bebé era su hermano y nadie se lo iba a sacar.

En los meses siguientes no se olvidó ni un momento de que la maestra estaba embarazada. Por si el bebé era varón, dibujó unos camiones en cartulina, los pegó sobre el Lego, y les agregó manubrios con tornillos. Por si era nena dibujó unas figuritas con animales. A su mamá no le mostró nada. Eran dibujos para la otra, su verdadera mamá, la que estaba todas las mañanas con él y lo ayudaba con la tarea, la que le había enseñado a leer y que no le mentía.
A la señorita se le iba notando la panza. Él ya era grande y sabía cómo era todo eso de los bebés, además había visto embarazas a las mamás de sus amigos; a la suya no, porque no quería tener más hijos. Laura no dejaba que sus alumnos le escucharan la panza, él sabía que había que tener paciencia, que los bebés crecen de a poco y al principio son muy frágiles. Se imaginaba en el hospital. Primero le iban a dar el bebé a la mamá, después al marido y después se lo iban a dar a él, porque Laura no tenía otros hijos de panza.

Era no sabía bien qué época del año, como para estar en remera también de noche, era viernes y de noche. La cooperadora había organizado una actividad, siempre hacían, y sus papás estaban vendiendo los choripanes. Iban chicos de todos los grados, y se podía correr por el patio sin que nadie dijera nada, y además como él parecía más grande, los chicos de quinto lo dejaban jugar con ellos, al fútbol, a la escondida, a la mancha. A veces al fútbol no se podía porque nadie llevaba pelota y el cuartito de gimnasia estaba cerrado. Esa noche iba a cantar el coro de padres. Cuando cantaba el coro, todos tenían que ir al patio de adentro para no hacer ruido porque no había micrófono, y en el patio de adentro no se podía jugar, por las gradas. Un día, en un torneo de ajedrez, que había chicos de otra escuela, se pusieron a correr en el patio de adentro, justo a él lo empujaron, y se le cayó un vaso de coca que tenía en la mano, se resbaló y se golpeó la cabeza con las gradas.
En la puerta vio, como en un flash pensó y le pareció que todos se habían quedado en silencio, de sorpresa, vio a su señorita Laura. Era la primera vez que la veía sin guardapolvo porque nunca había ido a las actividades de la cooperadora. Y tenía una panza muy grande. Vio que la mujer que estaba cobrando la entrada le tocó la panza, y hasta puso la oreja. La señorita sonreía, estaba sola. Él se acercó y la abrazó.
–Con cuidado, nene, que la señorita está esperando un bebé. No se puede golpear la panza ni nada.
Él sabía cómo mirar mal a la gente y le pareció que esa era una buena ocasión. Entró un hombre que debía tener como treinta años y abrazó a Laura. Él quiso decirle que tuviera cuidado, que no se podía golpear ni nada, pero escuchó que la señorita decía que era el marido, que se había quedado estacionando el auto. Le pareció que mejor no decir nada. No supo qué cantaron los papás del coro. Él miraba a la señorita. Tenía una camisa blanca y se le veía el corpiño, también blanco. Le pareció que las tetas eran grandes pero no sabía si porque ella estaba sin guardapolvo o si ya le habían crecido por eso del bebé. Se le veía la panza, pero un poquito nomás, menos que hasta el ombligo. A las nenas no las dejaban ir así a la escuela aunque tuvieran el guardapolvo encima. A la señorita Laura sí la dejaba, porque era hermosa. Ella sí. Tenía un collar con un nene, o una nena, no se llegaba distinguir. Sabía que eso era por los hijos porque su abuela tenía uno y le había explicado. Un dije, un hijo. La señorita Laura tenía uno solo. ¿Y todo eso de que ellos eran como hijos? ¿la señorita les había mentido? ¿no lo iba a llevar al hospital? ¿y los camiones? ¿y las figuritas?
Después del coro, todos volvieron al patio de afuera, que no había grandas pero habían puesto sillas de plástico. Él se quedó en un rincón, mirando a la maestra, al marido de la maestra, a la panza de la maestra. Se dio cuenta de que nunca iba a jugar con su, ya no, hermanito. No lo iban a llevar al hospital, ni iba a ir a la plaza con la señorita y el cochecito. En ese momento, él no se escondía ni quería meter un gol, pero corrió. Dijo que estaba apurado por ir al baño, y que no llegó a frenar, y que por eso se chocó con la panza dura de la señorita Laura. El marido estaba en otra parte, él ya lo sabía, lo había visto comprando una gaseosa.
–¿Lo lastimé al bebé? ¿va a estar bien o se va a morir por mi culpa?
–Andá, si estabas tan apurado, andá.
Él entró al baño, se sentó sobre el inodoro, cerró la puerta, y se aguantó las ganas de llorar. Si podía golpear a un bebé, podía aguantarse las ganas. Si podía lastimar a un bebé, podía ir preso. No quería que se lo llevaran, con una penitencia estaba bien. Ni siquiera hacía falta, no lo iba a hacer nunca más. Ahora lo iban a echar de la escuela: había matado al bebé de la señorita Laura. Se le iba a desinflar la panza y ella ya no lo iba a querer. Tenía que pedir disculpas por lo menos. En una película, un chico había matado a una chica y después, por no pedir perdón, tenía el fantasma en su espalda, y le pesaba, y le hacía una joroba. Salió del baño. Se asomó al patio. No estaba. La señorita ya se había ido. Por suerte sus papás no se enteraron de nada.

El lunes, en la escuela, les dio clases la secretaria. Les dijo que Laura no iba a trabajar más; él no entendió muy bien, no lo nombró, pero sabía que era por su culpa. Debía estar triste por no tener más el bebé. La secretaria también les dijo que unos días después llegaría la maestra suplente. Él abrió el cuaderno de comunicaciones. Miró en la lista telefónica de la última página. Tenía el número de casi todos sus compañeros pero el de la señorita, no.

Marzo 08