23.3.08

Figuritas

Cuando se enteró de que su maestra Laura iba a tener un hijo, supo que para él iba a ser como un hermano. Y eso les dijo a sus padres.
–¿Cómo que vas a tener un hermano? Si papá y yo…
–La seño va a tener un hijo. Y ya desde primero que es mi seño, ya es un montón: primero, segundo, tercero...
–Sí, pero…
–Y ella dice que es mi segunda mamá, que somos como sus hijos. Y yo sé que me lo dice especialmente a mí, no a todos. Así que es un hermanito.
–Pero es una manera de decir lo de la segunda mamá. Es el hijo de la seño. No es tu hermano.
Golpeó el tenedor contra el plato. Miró con el odio de un nene de ocho años y murmuró entre dientes.
–La seño no miente.
Fue a su pieza. Puso la silla y los almohadones contra la puerta. Agarró el libro para colorear. Miró una página, otra. Eran todos dibujos estúpidos: con una mamá, un papá y hermanitos, y todos felices. ¿Por qué no había una familia normal como la de él, sin hermanos y con una mamá que miente porque seguro que está celosa porque no quiere tener hijos, y la seño sí va a tener y él quiere tener hermanos? Todos sus amigos tenían hermanos. Es mejor, porque se aburre. Además cuando la mamá llega del trabajo quiere que esté con ella, que hablen y hagan la tarea. Él no quiere hablar, él no sé de qué hablar. Con un hermano, Tobías (si tuviera un hermano lo llamaría Tobías), con él jugaría a los autitos, y a la pelota.
Escuchó unos golpes, suaves, en la puerta. No se iba a reconciliar y menos si habían tardado tanto en ir a buscarlo. Se sentó en la silla, contra la puerta y empezó a gritar una canción que le habían enseñado el año anterior. Decía que la maestra tenía treinta hijos y que los guardapolvos blancos los hacían hermanos; no se acordaba nada más pero repitió una y otra vez la misma estrofa hasta que escuchó que mamá y papá ya estaban en la cocina lavando los platos. Abrió el libro para colorear. Pintó el globo, el cielo, el pasto, pintó los pantalones del nene, la remera, los brazos. Agarró el crayón negro y al nene le dibujó una boca triste. Miró a la mamá del nene, apoyó el crayón sobre el pelo y lo pintó. Apoyó el crayón sobre la cara y la tachó, otra vez; tan fuerte hasta agujerear la hoja.

Se despertó cuando todavía era de noche. Hacía frío y pataleó dentro de las sábanas. Pensó en su maestra. Era muy linda. Tenía el pelo largo, no como su mamá. Era flaca y tenía tetas. A él le habían dicho que cuando una mujer tenía hijos, las tetas le crecían para que los bebés pudieran tomar la leche. ¿Le iban a crecer mucho? Él una vez había visto tetas. Cuando su tía se separó se quedó unos días en su casa, en el living. Justo él se había despertado de noche y había ido al baño. Cuando pasó por el living su tía se estaba desabrochando la camisa. Tenía corpiño. Se quedó espiando. Se lo sacó. No se veía mucho porque solo había un velador prendido. No supo si le gustaron. Pero ahora sí le gustaría ver las de la maestra. Debía de estar enamorado. Él siempre se sacaba sobresaliente, y todos le decían que parecía más grande, así que quizás podían ser novios. Se levantó de la cama, en una hoja de plástica, de las grandes, para que la pudiera pegar en la pared, le hizo un dibujo con crayones. Estaba él tan alto como ella. Y un bebé, Tobías escribió en birome. No puso ningún nombre más. Dobló el dibujo, le dio un beso y lo guardó en la mochila. Se volvió a acostar pero no pudo dormir: contaba con los dedos, cuántos días faltaban para su cumpleaños.

A la mañana siguiente seguía enojado y quiso hacerse la leche solo; no la calentó por miedo a quemarse. Entre cada sorbo iba hasta la pieza a mirar la mochila: no quería olvidar el regalo. Cuando le daban plata, le pasaba lo mismo, se tocaba los bolsillos por si el billete se había caído. En el camino a la escuela no le habló a la madre. Al llegar, ella le dio un beso, él entró corriendo y se pasó la mano por la mejilla.
Cuando sonó el timbre del primer recreo, dejó que sus compañeros salieran del aula, quería darle, a solas, el regalo.
–Y vos ¿no salís al recreo? Haceme el favor, andá, así puedo ir a tomar un café.
Él bajo, mejor le daba el regalo en otro momento. Cuando ese día llegara a su casa, iba a probar el café. Tendría que decidir si con azúcar, chuker o sin nada.
En el segundo recreo la señorita se quedó guardando los libros que habían sacado de la biblioteca. Él la ayudó. Cuando ella tenía una pila de libros en la mano, le dio el regalo.
–Llevo esto y ahora lo miro.
Él aprovechó para estirarse el guardapolvo y limpiarse la mugre de las uñas. Le dio el dibujo. Nunca había tenido novia.
–¿Lo pintaste vos?
Dijo que sí con una sonrisa nerviosa.
–¿Así que Tobías? Es muy lindo, pero si es nene, le vamos a poner Manuel, el nombre de mi marido, del papá.
Ella no había entendido nada. Le dieron ganas de llorar pero no, si estaba grande para casarse con la maestra también estaba grande como para aguantarse las ganas.
–Lo voy a guardar en el modular de casa.
¿Guardarlo? ¿Para qué? ¿para que no lo mirara nunca? No entendía eso que hacía su mamá de guardar algunos juguetes para que no se rompieran: si estaban guardados no se podían usar. Al final la seño era como su mamá, no podía ser su novia. Pero el bebé sí, el bebé era su hermano y nadie se lo iba a sacar.

En los meses siguientes no se olvidó ni un momento de que la maestra estaba embarazada. Por si el bebé era varón, dibujó unos camiones en cartulina, los pegó sobre el Lego, y les agregó manubrios con tornillos. Por si era nena dibujó unas figuritas con animales. A su mamá no le mostró nada. Eran dibujos para la otra, su verdadera mamá, la que estaba todas las mañanas con él y lo ayudaba con la tarea, la que le había enseñado a leer y que no le mentía.
A la señorita se le iba notando la panza. Él ya era grande y sabía cómo era todo eso de los bebés, además había visto embarazas a las mamás de sus amigos; a la suya no, porque no quería tener más hijos. Laura no dejaba que sus alumnos le escucharan la panza, él sabía que había que tener paciencia, que los bebés crecen de a poco y al principio son muy frágiles. Se imaginaba en el hospital. Primero le iban a dar el bebé a la mamá, después al marido y después se lo iban a dar a él, porque Laura no tenía otros hijos de panza.

Era no sabía bien qué época del año, como para estar en remera también de noche, era viernes y de noche. La cooperadora había organizado una actividad, siempre hacían, y sus papás estaban vendiendo los choripanes. Iban chicos de todos los grados, y se podía correr por el patio sin que nadie dijera nada, y además como él parecía más grande, los chicos de quinto lo dejaban jugar con ellos, al fútbol, a la escondida, a la mancha. A veces al fútbol no se podía porque nadie llevaba pelota y el cuartito de gimnasia estaba cerrado. Esa noche iba a cantar el coro de padres. Cuando cantaba el coro, todos tenían que ir al patio de adentro para no hacer ruido porque no había micrófono, y en el patio de adentro no se podía jugar, por las gradas. Un día, en un torneo de ajedrez, que había chicos de otra escuela, se pusieron a correr en el patio de adentro, justo a él lo empujaron, y se le cayó un vaso de coca que tenía en la mano, se resbaló y se golpeó la cabeza con las gradas.
En la puerta vio, como en un flash pensó y le pareció que todos se habían quedado en silencio, de sorpresa, vio a su señorita Laura. Era la primera vez que la veía sin guardapolvo porque nunca había ido a las actividades de la cooperadora. Y tenía una panza muy grande. Vio que la mujer que estaba cobrando la entrada le tocó la panza, y hasta puso la oreja. La señorita sonreía, estaba sola. Él se acercó y la abrazó.
–Con cuidado, nene, que la señorita está esperando un bebé. No se puede golpear la panza ni nada.
Él sabía cómo mirar mal a la gente y le pareció que esa era una buena ocasión. Entró un hombre que debía tener como treinta años y abrazó a Laura. Él quiso decirle que tuviera cuidado, que no se podía golpear ni nada, pero escuchó que la señorita decía que era el marido, que se había quedado estacionando el auto. Le pareció que mejor no decir nada. No supo qué cantaron los papás del coro. Él miraba a la señorita. Tenía una camisa blanca y se le veía el corpiño, también blanco. Le pareció que las tetas eran grandes pero no sabía si porque ella estaba sin guardapolvo o si ya le habían crecido por eso del bebé. Se le veía la panza, pero un poquito nomás, menos que hasta el ombligo. A las nenas no las dejaban ir así a la escuela aunque tuvieran el guardapolvo encima. A la señorita Laura sí la dejaba, porque era hermosa. Ella sí. Tenía un collar con un nene, o una nena, no se llegaba distinguir. Sabía que eso era por los hijos porque su abuela tenía uno y le había explicado. Un dije, un hijo. La señorita Laura tenía uno solo. ¿Y todo eso de que ellos eran como hijos? ¿la señorita les había mentido? ¿no lo iba a llevar al hospital? ¿y los camiones? ¿y las figuritas?
Después del coro, todos volvieron al patio de afuera, que no había grandas pero habían puesto sillas de plástico. Él se quedó en un rincón, mirando a la maestra, al marido de la maestra, a la panza de la maestra. Se dio cuenta de que nunca iba a jugar con su, ya no, hermanito. No lo iban a llevar al hospital, ni iba a ir a la plaza con la señorita y el cochecito. En ese momento, él no se escondía ni quería meter un gol, pero corrió. Dijo que estaba apurado por ir al baño, y que no llegó a frenar, y que por eso se chocó con la panza dura de la señorita Laura. El marido estaba en otra parte, él ya lo sabía, lo había visto comprando una gaseosa.
–¿Lo lastimé al bebé? ¿va a estar bien o se va a morir por mi culpa?
–Andá, si estabas tan apurado, andá.
Él entró al baño, se sentó sobre el inodoro, cerró la puerta, y se aguantó las ganas de llorar. Si podía golpear a un bebé, podía aguantarse las ganas. Si podía lastimar a un bebé, podía ir preso. No quería que se lo llevaran, con una penitencia estaba bien. Ni siquiera hacía falta, no lo iba a hacer nunca más. Ahora lo iban a echar de la escuela: había matado al bebé de la señorita Laura. Se le iba a desinflar la panza y ella ya no lo iba a querer. Tenía que pedir disculpas por lo menos. En una película, un chico había matado a una chica y después, por no pedir perdón, tenía el fantasma en su espalda, y le pesaba, y le hacía una joroba. Salió del baño. Se asomó al patio. No estaba. La señorita ya se había ido. Por suerte sus papás no se enteraron de nada.

El lunes, en la escuela, les dio clases la secretaria. Les dijo que Laura no iba a trabajar más; él no entendió muy bien, no lo nombró, pero sabía que era por su culpa. Debía estar triste por no tener más el bebé. La secretaria también les dijo que unos días después llegaría la maestra suplente. Él abrió el cuaderno de comunicaciones. Miró en la lista telefónica de la última página. Tenía el número de casi todos sus compañeros pero el de la señorita, no.

Marzo 08