4.4.07

CINCO MINUTOS PARA LAS DOCE

Se despertó por el dolor de cuello. No había luz: apenas se distinguían los asientos. Tampoco había traqueteo. Miró hacia atrás. El vagón entero parecía vacío. No estar segura de si lo estaba, le dio miedo. Volvió a apoyar la cabeza sobre la ventanilla, cerró los ojos y recordó que estaba yendo a la casa de sus sobrinos a festejar año nuevo. A su lado estaban las bolsas, con sólo tocarlas, se iba a despertar: si la realidad se metía tanto en ese sueño, terminaría por matarlo. La bolsa de papel madera le molestó: hacía un ruido duro y además iba a llegar arrugada. La bolsa de plástico tenía un ruido más dulce, la apretó con fuerza. Despacio empezó a separar los párpados. No quería que la luz, que seguramente había en el andén, la encandilara. Seguía la oscuridad y el silencio. Era la primera vez que soñaba en un transporte. Tenía la costumbre, la facilidad, de dormir en los colectivos, en el subte, a veces hasta en los taxis dormitaba un poco. Nunca había soñado; y para soñar cosas así no le gustaba nada. Cerró los ojos con más fuerza.

Le pareció escuchar las campanas de la iglesia anunciando las once. El subte ya tendría que haber cerrado. Se paró, agarró las bolsas (no fuera a ser que se las robaran) y salió al andén. También estaba oscuro. Miró hacia ambos lados por si había alguien y quería atacarla. No pudo ver nada. Caminó hasta la escalera. Rejas. Afuera: cemento de la Plaza de Mayo. Gritó pidiendo ayuda. Gritó un poco más, pero a minutos de año nuevo nadie cruzaría la Plaza, si había sólo oficinas alrededor. Ella misma trabajaba ahí. Le gustaba su trabajo y se llevaba bien con sus compañeros. La trataban con mucho respeto y el guardia del primer piso la miraba. Ella ya no estaba para esas cosas pero la miraba y era muy buen mozo. Si hasta la había invitado varias veces a tomar un café. Ella nunca había aceptado, porque le dolían tanto los pies después de trabajar. Volvió a gritar. Ya se escuchaban algunos fuegos artificiales. Le hubiera gustado tener alguno y encenderlo pidiendo ayuda como los barcos. De arriba, de al lado de la escalera, llegaba un poco de luz, debía haber faroles. No recordaba dónde había otros. Creyó ver la plaza oscura, y se imaginó a ella gritando bajo el asfalto a nadie.

Salvo que saliera y encontrara un taxi ya no iba a llegar a la casa de su sobrino antes de las doce. Estarían terminando de cenar. Tomando helado y café. No entendía cómo les gustaba mezclar helado con café. Tan frío, tan caliente, les iba a hacer mal a la garganta, ella siempre se los decía, pero quién la escuchaba: la miraban y seguían tomando café. Pensó en las nenas: tendrían dos y cinco años. A la más chica no sabía cómo imaginarla, entre una cosa y otra (había tenido unos malos años, con picos de presión y dolor de caderas), todavía no la conocía. Se iban a llevar una sorpresa cuando la vieran. Si es que podía porque si seguía ahí, sin gritar, no iba a llegar a ningún lado. Gritó de nuevo y esperó. La plaza estaba desierta, quizás también el barrio entero. Escuchó atenta, por si había pasos, o al menos algún perro que la viera y se pusiera a ladrar. Esperó un poco más.

La estación estaba oscura. La única penumbra que había era al lado de la escalera, más en el interior casi no se distinguían sombras. Pensó que sus sobrinos no la estaban esperando y a las doce iban a brindar sin ella. Hacía mucho tiempo que no pasaban año nuevo juntos, el calor de esa época siempre la descomponía: si iba a alguna reunión, en el medio se sentía mal y se terminaba yendo muy temprano. Pero esta vez había decidido que si alguien la invitaba, ella iba a aceptar, hasta si era el guardia del primer piso. Ahora, por culpa de ese capricho, estaba encerrada en el subte.

Se preguntó si no habría alguien más en el andén. Dejó las bolsas en el piso, arrastrando los pies, tanteando el aire, llegó hasta la otra pared. No había nadie. Mejor, si había alguien no sabía quién podía ser, ¿y si era un hombre y la quería desnudar? Se imaginó el titular del diario: “Tristes Fiestas: Mujer Asesinada En El Subte”. Después, la nota, que quizás decía que el violador la había secuestrado y la había hecho esconderse en las vías, hasta que el subte cerrara, para poseerla una y otra vez, toda la noche, mientras afuera sonaban los fuegos artificiales y ella agonizaba. Podría venir con una foto de su cuerpo inmóvil. Su familia, sus sobrinos y las nenas (¡tan chiquitas!, iban a tener que explicarles lo que es la muerte) llorarían sobre el cajón (cerrado, porque ese hombre la habría golpeado tanto hasta deformarle la cara). Por eso, mejor que no hubiera nadie. Sola. En silencio. Arriba explotando fuegos artificiales, todos arriba mirando más arriba y ella abajo, sin ver nada.

A esa altura ya no esperaba que la rescataran, había dejado de gritar y los cohetes sonaban continuamente. Si hubiera tenido una linterna, habría caminado por las vías, se habría metido por algún túnel, le daba un poco de miedo pero era una chance para descubrir algo (se figuró un contingente de turistas –conducidos por ella- paseando por un museo y mostrándoles su descubrimiento, -cualquier cosita, alguna carta perdida, algún utensilio- y diciendo: “esto lo encontré yo, una noche que decidí explorar la estación Plaza de Mayo”). Pero no tenía linterna. Y con todo oscuro, aunque se chocara con lo que fuera, no podría distinguirlo. Mejor quedarse donde estaba y esperar. Ese podía haber sido un buen regalo: una linterna. Siempre son útiles. Porque con el libro qué podía hacer, ni siquiera tenía luz suficiente para leer. Pensó en los otros regalos: una muñeca para la nena más chica y un jueguito de tazas para la más grande. Esperaba haber calculado bien las edades. Después se preguntó si alguien, alguna vez, había pasado la noche en el subte o si ella sería la primera persona.
Sus sobrinos ya estarían comiendo las almendras, las nueces, los turrones. A ella le caían tan pesados los turrones, por el colesterol. Podía un pedacito de pan dulce, nada más. En esos días se le había ocurrido que quizá el guardia del primero la invitaba a pasar año nuevo. Pero no. Él no tenía hijos, así que seguramente lo estaría pasando con su hermana. Y ella seguía en el subte. Era la primera persona que visitaba el subte en el nuevo año, la primera. Era importante ser la primera persona en llegar a Mar del Plata, tanto que las cámaras de televisión entrevistan a la familia, le hacen regalos; ella, igual, pero en el subte. Encima la familia se está yendo de vacaciones, así con gusto uno es el primero. Pero en el subte. Quién pasa año nuevo en el subte, en la oscuridad. Lo suyo era el sacrificio. Pensó que al menos, se merecía un recuadrito en la tapa del diario.
Por suerte en la casa de sus sobrinos no la esperaban y ya estarían preparados para festejar. Le pareció escuchar unos chillidos: ratas que empezaban a correr. No podía verlas, quizás eran decenas, cientos, miles de ratas, acumuladas durantes años, comiendo siempre basura, ahora podían devorarla a ella, carne fresca: el gran festín de año nuevo. Pero recordar que era año nuevo, la tranquilizó.
Se sentó en un banco del andén. Atrás quedaba el subte; adelante, el túnel vacío. Se vio sentada en su cocina, una copita de sidra en la mesa y en el televisor, la conductora rubia deseándole un feliz año nuevo. Respiró profundo. Agarró la bolsa de plástico. Sacó los juguetes, la muñeca tenía un vestidito con flores. La acomodó en un asiento. Desenvolvió el otro paquete. Puso las tacitas en el banco del medio, y ella estaba en el tercero. De la tetera salió champagne, sirvió en dos tazas y se quedó esperando a que explotaran todos los cohetes. Calculó que faltarían cinco minutos para las doce.

Diciembre 2006

EN FETAS

Humo antes, ahora, y más tarde. La bruma entra en las botellas vacías, o llenas, que alguien habrá descorchado porque yo no debo haber sido, piensa el Tano. Le parece imposible hacer movimientos; sin darnos cuenta las piernas pesan, siempre pesan, y la cabeza y los hombros, y nosotros que caminamos como si nada, pero él ya dijo basta, no podría, no quiere moverse nunca más. Hay humo y sale de sus dedos, pero no sabe si está fumando. No ve el cigarrillo, se pregunta si estará. Se imagina que alguna ceniza de su cigarro, que no sabe si lo prendió él o si fueron las moscas, cae y como la pieza está inundada de alcohol, todo se quema, él también, así sería fácil terminar. Pero esas moscas se escaparían del incendio, dejando su cadáver negro, solo, derritiéndose junto con el sillón. No zumban. El Tano hace que cierra los ojos y escucha gemidos falsos. Están en azul y negro. Pero no hay olor a mujer. Se acuerda del olor de esa puta, que lo miraba desde abajo, él parado en una escalera, ella absorbiendo de una bombilla, mirándolo a él, con la boca caliente, justo a esa altura, preparada para chuparle todo. Quiere saber de dónde salen los gemidos. Ve su panza. Línea de pelos, gruesa, (línea y panza), y escucha el gorgoteo del vino. Hierve y le cae otro poco en el pecho. No sabe quién se lo está tirando. Quiere que sea un harén de las mujeres más hermosas, todas para él. Cinco. Una le tira alcohol, otra le saca la ropa, otra le hace masajes, dos se tocan: se lamen las tetas, se desnudan. Él las mira y la boca se le llena de baba. Ellas se acercan y bailan sobre las botellas, hasta que se incrustan, y como el humo le revuelve la vista, el Tano no puede saber si las mujeres se atornillan en el pico de las botellas o en su pene. En su panza hay una botella, ya no hace equilibrio y empieza a girar, a girar, es de vidrio, va a terminar en el suelo, él se siente tan pesado para moverse, que resulta ridículo hacerlo. Quiere respirar bien profundo para largar el aire y que el vidrio se caiga y se rompa en mil: que un pedazo haga estallar el televisor, otro se incruste en la heladera, uno perfore su estómago y atraviese sus entrañas y lo haga vomitar hasta ahogarse, pondría unos cuantos vidrios en las mujeres de la pared para que lloren sangre al ver que él se muere, y que un vidrio quede flotando, en medio de la pieza, para que cuando alguien entre, vuele muy rápido y se le clave en medio de los ojos. Pero esas moscas no se van a morir, ningún vidrio las puede atravesar; van a volar hasta su cuerpo a succionarle la sangre. Entonces decide no respirar profundo; igual no podría. La botella ya no está en su panza. No sabe si terminó en el suelo, si la tiene en sus manos, si rota, si sana; si está el harén. Piensa que esa hija de puta no estaría en su harén, era muy linda, era una perra que le mostraba su boca y él se la tuvo que comer. Bien rica, aunque con mucha sangre. El Tano no sabe si hubo una sonrisa. Piensa si la sangre se toma o se come. Porque es más densa que el vino, y a veces viene con carne, como una salsa. Se pregunta si después de ella podrá volver a comer. Lo último que tragó fue un cigarro, hace un instante. El cenicero está en la mesa del televisor. Supone que hace un tiempo, horas o días, empezó a apagar los cigarrillos contra algo, supone que el sillón tiene agujeros de quemaduras, negro pinta un no-se-sabe-qué-color sucio, y muchas colillas apagadas están en el piso. Los gemidos venían del televisor, supone. Imagen negra, una boca tragapene. De fondo, cuatro cuerpos más, mujeres se tocan, se desnudan, tetas, lengua, culos, paredes. Él quiere pero no puede excitarse. Culpa de esa puta. Que todas se le van a morir. Piensa en fiambres y los ganchos, y su propio cuerpo colgado, en calzoncillos, y el cuerpo de ella también cuelga, ahorcado por su cinturón. Ella se ahoga y traga, se ahoga porque traga. Qué tenía que hacer con ese vestido tan corto, y libando de una bombilla, mirándolo a él, con la boca caliente preparada para comérselo. A veces desde la heladera un pedazo de carne llega a sus manos. Y se devora, sólo. Los cigarrillos le queman la garganta, y las mujeres de la pared transpiran su semen. Se pregunta si habrá tragado alguna mosca y quiere vomitar pero no intenta. El piso está inundado y las moscas succionan pis, alcohol, sangre. Quiere imaginarse qué sentirá con el pie descalzo sobre el charco, pero él no va a moverse, no va a pisar. Sus ojos se cierran y las imágenes de afuera inundan la habitación.

Los vehículos chirrían cuando frenan: autos, colectivos, motos. Las personas ya no escuchan y sus auriculares están a todo volumen. Pero no bailan, no hay por qué. Los pantalones están sucios porque el agua de la zanja salpicó, y da asco. Los zapatos vienen con mierda de perro, y todos, como si nunca pisaran, intentan limpiarse en las macetas donde los perros mearon: cambian excremento por olor a pis. Es que lo que no se ve, sólo a veces se huele. Todos los días, durante una hora, la gente se toca y no se ve porque hay miles de carteles que atrincheran la mirada. Después quedan más arriba si es la vereda, o más abajo si es oficina piso catorce. Puede haber sol, nubes, lluvia. Ella ya no viaja en colectivo, ni mañana, ni pasado. Ya no tiene vestido ni tomará mate. Pero nadie se da cuenta. Y para todos, por la noche, sólo por la noche, una ronda de alcohol, la casa invita.

Para el Tano no existe la noche, o siempre es. Por eso las botellas se acumulan y se rompen alrededor del sillón. Sigue quieto, su panza respira. Hace un instante, no sabe cuánto, el talón ha ingresado en su estómago. Ya no queda nada de los pies. El talón estaba duro, gastado. Se pregunta de qué trabajaría ella, y si de verdad sería una puta, con talón calloso por estar toda la noche parada esperando clientes, toda la noche acostada esperando el orgasmo ajeno. Se dijo que le daba igual, de todas maneras, con él, se había comportado como si lo fuera. Quiso imaginarse qué pasaría si matara a todas las mujeres: no todas se lo merecían; y después, sólo a las putas, pero no pudo. Aunque sí mataría a esas moscas, que ya no sabe si son las mismas, o sus hijas, que dibujan mamarrachos en lo que queda de aire. Moscas gordas, borrachas. La única manera de que desaparezcan, él lo sabe bien, es tragarlas. Pero cae vino con cigarros, no moscas, y se imagina que se incendia, esta vez adentro suyo: masticaría el cuerpo de ella, lo bajaría con alcohol, y después, de sobremesa, un atado entero, con ceniza y todo, para quemarse. El Tano infiere que hubo sonrisa. Y vuelve a recordarla, le repugna tener que admitirlo, pero tenía las tetas más hermosas que haya visto, y ha visto muchas. Todo empezó en la humedad, y terminó en líquido. Era una mancha grande, ambas, manchas que no se podían, que no se podrán sacar nunca: humedad sanguínea. El vestido era de verano, con botones. Él lo veía desde arriba, y su pierna golpeó el mate, (después de unas cuantas sonrisas, después de conversar, después de que ella lo mirara), y la yerba caliente, igual que la boca de ella, se desparramó por el escote. Verde amorfo, difícil de limpiar, como las otras manchas, como su propia cabeza. Y ella se quema (se quemaba porque estaba caliente, no por la yerba), y Uy, discúlpeme, ¿se está quemando?. Ahora, su pieza, también está caliente, densa. No hay sol, no hay viento, dicen, que la humedad es la pegajosa, pero él ya no quiere saber nada más de lo húmedo. Suficiente por su vida, y por la muerte. Algunas monedas están pegadas en su brazo, y transpiran. Si se llegaran a caer, dejarían una huella redonda, pero nadie, ni las mujeres de la pared, lo irían a notar.


Tampoco nadie ha notado que ella ya no tiene calor. Muchos vecinos recuerdan que siempre andaba entre camisetas y vestidos, mostrando las axilas huecas, bien depiladas. Todavía hoy se la imaginan detrás de la ventana, con el sol dando sombras bonitas. Ella juega con el sol y hace gimnasia, estirando sus piernas, sus brazos, abriendo bien las axilas; y todos se hacen los sorprendidos, cuando ven la imagen desde el techo, acostados ellos mismos –uno por vez- en su cama, (camas diferentes, grandes, blancas, de película,) y ella termina de hacer su gimnasia, se saca la camiseta, o a veces el piyama, y sus tetas, nadie ha imaginado unas tan lindas como las que ella insinúa, en tetas y bombacha blanca se sube sobre ellos para amarlos, y algunos hasta fantasean que los invita a bañarse juntos. En la calle, ella sonríe. Los vecinos terminan con su pecho y se despiden por la cola que ella, inevitablemente, balancea, como todas las mujeres que se saben observadas. Aquí el Tano piensa que quizás sí todas merecen ser asesinadas. Nadie ha notado que ella ya no tiene frío. Ni tendrá.


En el piso hay abollados unos cuantos papeles. Primero golpearon contra el televisor, intentando terminar con esas mujeres (las del papel y las de la película) para matarlas, para hacerlas desaparecer. El Tano piensa que si uno no mira a las mujeres es como si no existieran. Que hasta puede salir a la calle y como él no va a mirar a nadie, tampoco lo van a mirar, y podrá gritar muy muy fuerte alarmando a toda la ciudad, denunciando que las asesinas son ellas. Pero no lo van a escuchar porque el chirrido de los autos volvió sordo a todo el mundo, y todos tienen auriculares en las orejas. También piensa que está muriendo por una mujer, y se dice que antes, ha vivido sólo por ellas. No va a salir a la calle, le sigue pareciendo imposible moverse.
La vuelve a ver detrás de la ventana; se siente afortunado: seguro que todos se la imaginaron así, detrás de la ventana, con el sol dibujándole sombras, y mostrando las axilas. Ella está sacándose el vestido porque él se lo ha manchado de yerba. No entiende por qué se lo quita por arriba si el vestido tiene botones. Ella deja ver su bombacha blanca y no tiene corpiño, eso el Tano ya lo sabía. Ahora ella levanta la mirada y lo ve a él en la escalera, descubre que la estuvo espiando, que no le tiró el mate de casualidad. Su cara se transforma, mirada asesina, tímida. El Tano baja de la escalera, cruza el pasillo, entra a la habitación, baja la persiana. Ella empieza a jadear como una loba, piensa él. Se saca el cinturón, y la ata a la cama. Después la besa, su boca está caliente. Él se saca el pantalón, grita, disfruta piensa él. Lo que no sabe y todavía se pregunta es si hubo una sonrisa. La agarra de la cabeza, pero sólo mira su arma, su cuchillo, paseándose, exhibiéndose en medio de los dos, y se siente un rey. Primero en la boca. Ella lame, sangre, traga, se ahoga porque traga. Después el cuchillo entra en todas la aberturas de ella (y crea nuevas). Pero él sólo repara en las tetas. Ella está toda mojada, goza piensa él; después verá sangre. Finalmente los cuerpos empiezan a devorarse cuando él le mira los ojos. Blancos. No quiere recordar más. Mira el televisor, sigue en azul y negro. Son dos, un hombre sobre una mujer, ella está atada, él la penetra. El Tano quiere gritarle, decirle que no, pero no tiene fuerzas. Quizás tendría que seguir comiendo, que unas fetas de carne vayan a su estómago. Pero no puede porque lo están observando. No sabe cómo han llegado los ojos de ella al televisor. Están fuera de sus cuencas. Mirada tímida que asesina. Los ojos están blancos. Y no parpadean.

Octubre 06