4.4.07

EN FETAS

Humo antes, ahora, y más tarde. La bruma entra en las botellas vacías, o llenas, que alguien habrá descorchado porque yo no debo haber sido, piensa el Tano. Le parece imposible hacer movimientos; sin darnos cuenta las piernas pesan, siempre pesan, y la cabeza y los hombros, y nosotros que caminamos como si nada, pero él ya dijo basta, no podría, no quiere moverse nunca más. Hay humo y sale de sus dedos, pero no sabe si está fumando. No ve el cigarrillo, se pregunta si estará. Se imagina que alguna ceniza de su cigarro, que no sabe si lo prendió él o si fueron las moscas, cae y como la pieza está inundada de alcohol, todo se quema, él también, así sería fácil terminar. Pero esas moscas se escaparían del incendio, dejando su cadáver negro, solo, derritiéndose junto con el sillón. No zumban. El Tano hace que cierra los ojos y escucha gemidos falsos. Están en azul y negro. Pero no hay olor a mujer. Se acuerda del olor de esa puta, que lo miraba desde abajo, él parado en una escalera, ella absorbiendo de una bombilla, mirándolo a él, con la boca caliente, justo a esa altura, preparada para chuparle todo. Quiere saber de dónde salen los gemidos. Ve su panza. Línea de pelos, gruesa, (línea y panza), y escucha el gorgoteo del vino. Hierve y le cae otro poco en el pecho. No sabe quién se lo está tirando. Quiere que sea un harén de las mujeres más hermosas, todas para él. Cinco. Una le tira alcohol, otra le saca la ropa, otra le hace masajes, dos se tocan: se lamen las tetas, se desnudan. Él las mira y la boca se le llena de baba. Ellas se acercan y bailan sobre las botellas, hasta que se incrustan, y como el humo le revuelve la vista, el Tano no puede saber si las mujeres se atornillan en el pico de las botellas o en su pene. En su panza hay una botella, ya no hace equilibrio y empieza a girar, a girar, es de vidrio, va a terminar en el suelo, él se siente tan pesado para moverse, que resulta ridículo hacerlo. Quiere respirar bien profundo para largar el aire y que el vidrio se caiga y se rompa en mil: que un pedazo haga estallar el televisor, otro se incruste en la heladera, uno perfore su estómago y atraviese sus entrañas y lo haga vomitar hasta ahogarse, pondría unos cuantos vidrios en las mujeres de la pared para que lloren sangre al ver que él se muere, y que un vidrio quede flotando, en medio de la pieza, para que cuando alguien entre, vuele muy rápido y se le clave en medio de los ojos. Pero esas moscas no se van a morir, ningún vidrio las puede atravesar; van a volar hasta su cuerpo a succionarle la sangre. Entonces decide no respirar profundo; igual no podría. La botella ya no está en su panza. No sabe si terminó en el suelo, si la tiene en sus manos, si rota, si sana; si está el harén. Piensa que esa hija de puta no estaría en su harén, era muy linda, era una perra que le mostraba su boca y él se la tuvo que comer. Bien rica, aunque con mucha sangre. El Tano no sabe si hubo una sonrisa. Piensa si la sangre se toma o se come. Porque es más densa que el vino, y a veces viene con carne, como una salsa. Se pregunta si después de ella podrá volver a comer. Lo último que tragó fue un cigarro, hace un instante. El cenicero está en la mesa del televisor. Supone que hace un tiempo, horas o días, empezó a apagar los cigarrillos contra algo, supone que el sillón tiene agujeros de quemaduras, negro pinta un no-se-sabe-qué-color sucio, y muchas colillas apagadas están en el piso. Los gemidos venían del televisor, supone. Imagen negra, una boca tragapene. De fondo, cuatro cuerpos más, mujeres se tocan, se desnudan, tetas, lengua, culos, paredes. Él quiere pero no puede excitarse. Culpa de esa puta. Que todas se le van a morir. Piensa en fiambres y los ganchos, y su propio cuerpo colgado, en calzoncillos, y el cuerpo de ella también cuelga, ahorcado por su cinturón. Ella se ahoga y traga, se ahoga porque traga. Qué tenía que hacer con ese vestido tan corto, y libando de una bombilla, mirándolo a él, con la boca caliente preparada para comérselo. A veces desde la heladera un pedazo de carne llega a sus manos. Y se devora, sólo. Los cigarrillos le queman la garganta, y las mujeres de la pared transpiran su semen. Se pregunta si habrá tragado alguna mosca y quiere vomitar pero no intenta. El piso está inundado y las moscas succionan pis, alcohol, sangre. Quiere imaginarse qué sentirá con el pie descalzo sobre el charco, pero él no va a moverse, no va a pisar. Sus ojos se cierran y las imágenes de afuera inundan la habitación.

Los vehículos chirrían cuando frenan: autos, colectivos, motos. Las personas ya no escuchan y sus auriculares están a todo volumen. Pero no bailan, no hay por qué. Los pantalones están sucios porque el agua de la zanja salpicó, y da asco. Los zapatos vienen con mierda de perro, y todos, como si nunca pisaran, intentan limpiarse en las macetas donde los perros mearon: cambian excremento por olor a pis. Es que lo que no se ve, sólo a veces se huele. Todos los días, durante una hora, la gente se toca y no se ve porque hay miles de carteles que atrincheran la mirada. Después quedan más arriba si es la vereda, o más abajo si es oficina piso catorce. Puede haber sol, nubes, lluvia. Ella ya no viaja en colectivo, ni mañana, ni pasado. Ya no tiene vestido ni tomará mate. Pero nadie se da cuenta. Y para todos, por la noche, sólo por la noche, una ronda de alcohol, la casa invita.

Para el Tano no existe la noche, o siempre es. Por eso las botellas se acumulan y se rompen alrededor del sillón. Sigue quieto, su panza respira. Hace un instante, no sabe cuánto, el talón ha ingresado en su estómago. Ya no queda nada de los pies. El talón estaba duro, gastado. Se pregunta de qué trabajaría ella, y si de verdad sería una puta, con talón calloso por estar toda la noche parada esperando clientes, toda la noche acostada esperando el orgasmo ajeno. Se dijo que le daba igual, de todas maneras, con él, se había comportado como si lo fuera. Quiso imaginarse qué pasaría si matara a todas las mujeres: no todas se lo merecían; y después, sólo a las putas, pero no pudo. Aunque sí mataría a esas moscas, que ya no sabe si son las mismas, o sus hijas, que dibujan mamarrachos en lo que queda de aire. Moscas gordas, borrachas. La única manera de que desaparezcan, él lo sabe bien, es tragarlas. Pero cae vino con cigarros, no moscas, y se imagina que se incendia, esta vez adentro suyo: masticaría el cuerpo de ella, lo bajaría con alcohol, y después, de sobremesa, un atado entero, con ceniza y todo, para quemarse. El Tano infiere que hubo sonrisa. Y vuelve a recordarla, le repugna tener que admitirlo, pero tenía las tetas más hermosas que haya visto, y ha visto muchas. Todo empezó en la humedad, y terminó en líquido. Era una mancha grande, ambas, manchas que no se podían, que no se podrán sacar nunca: humedad sanguínea. El vestido era de verano, con botones. Él lo veía desde arriba, y su pierna golpeó el mate, (después de unas cuantas sonrisas, después de conversar, después de que ella lo mirara), y la yerba caliente, igual que la boca de ella, se desparramó por el escote. Verde amorfo, difícil de limpiar, como las otras manchas, como su propia cabeza. Y ella se quema (se quemaba porque estaba caliente, no por la yerba), y Uy, discúlpeme, ¿se está quemando?. Ahora, su pieza, también está caliente, densa. No hay sol, no hay viento, dicen, que la humedad es la pegajosa, pero él ya no quiere saber nada más de lo húmedo. Suficiente por su vida, y por la muerte. Algunas monedas están pegadas en su brazo, y transpiran. Si se llegaran a caer, dejarían una huella redonda, pero nadie, ni las mujeres de la pared, lo irían a notar.


Tampoco nadie ha notado que ella ya no tiene calor. Muchos vecinos recuerdan que siempre andaba entre camisetas y vestidos, mostrando las axilas huecas, bien depiladas. Todavía hoy se la imaginan detrás de la ventana, con el sol dando sombras bonitas. Ella juega con el sol y hace gimnasia, estirando sus piernas, sus brazos, abriendo bien las axilas; y todos se hacen los sorprendidos, cuando ven la imagen desde el techo, acostados ellos mismos –uno por vez- en su cama, (camas diferentes, grandes, blancas, de película,) y ella termina de hacer su gimnasia, se saca la camiseta, o a veces el piyama, y sus tetas, nadie ha imaginado unas tan lindas como las que ella insinúa, en tetas y bombacha blanca se sube sobre ellos para amarlos, y algunos hasta fantasean que los invita a bañarse juntos. En la calle, ella sonríe. Los vecinos terminan con su pecho y se despiden por la cola que ella, inevitablemente, balancea, como todas las mujeres que se saben observadas. Aquí el Tano piensa que quizás sí todas merecen ser asesinadas. Nadie ha notado que ella ya no tiene frío. Ni tendrá.


En el piso hay abollados unos cuantos papeles. Primero golpearon contra el televisor, intentando terminar con esas mujeres (las del papel y las de la película) para matarlas, para hacerlas desaparecer. El Tano piensa que si uno no mira a las mujeres es como si no existieran. Que hasta puede salir a la calle y como él no va a mirar a nadie, tampoco lo van a mirar, y podrá gritar muy muy fuerte alarmando a toda la ciudad, denunciando que las asesinas son ellas. Pero no lo van a escuchar porque el chirrido de los autos volvió sordo a todo el mundo, y todos tienen auriculares en las orejas. También piensa que está muriendo por una mujer, y se dice que antes, ha vivido sólo por ellas. No va a salir a la calle, le sigue pareciendo imposible moverse.
La vuelve a ver detrás de la ventana; se siente afortunado: seguro que todos se la imaginaron así, detrás de la ventana, con el sol dibujándole sombras, y mostrando las axilas. Ella está sacándose el vestido porque él se lo ha manchado de yerba. No entiende por qué se lo quita por arriba si el vestido tiene botones. Ella deja ver su bombacha blanca y no tiene corpiño, eso el Tano ya lo sabía. Ahora ella levanta la mirada y lo ve a él en la escalera, descubre que la estuvo espiando, que no le tiró el mate de casualidad. Su cara se transforma, mirada asesina, tímida. El Tano baja de la escalera, cruza el pasillo, entra a la habitación, baja la persiana. Ella empieza a jadear como una loba, piensa él. Se saca el cinturón, y la ata a la cama. Después la besa, su boca está caliente. Él se saca el pantalón, grita, disfruta piensa él. Lo que no sabe y todavía se pregunta es si hubo una sonrisa. La agarra de la cabeza, pero sólo mira su arma, su cuchillo, paseándose, exhibiéndose en medio de los dos, y se siente un rey. Primero en la boca. Ella lame, sangre, traga, se ahoga porque traga. Después el cuchillo entra en todas la aberturas de ella (y crea nuevas). Pero él sólo repara en las tetas. Ella está toda mojada, goza piensa él; después verá sangre. Finalmente los cuerpos empiezan a devorarse cuando él le mira los ojos. Blancos. No quiere recordar más. Mira el televisor, sigue en azul y negro. Son dos, un hombre sobre una mujer, ella está atada, él la penetra. El Tano quiere gritarle, decirle que no, pero no tiene fuerzas. Quizás tendría que seguir comiendo, que unas fetas de carne vayan a su estómago. Pero no puede porque lo están observando. No sabe cómo han llegado los ojos de ella al televisor. Están fuera de sus cuencas. Mirada tímida que asesina. Los ojos están blancos. Y no parpadean.

Octubre 06

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