20.9.07

Nieve


Caen copos: son blancos pero también rosados y dulces. En la plaza hay algunas parejas y los copos se deshacen cuando tocan la saliva. También hay una chica que está sola, estudiando, que de tanto enciclopedia, de tanto intelectual, se olvidó de divertirse. Cierra los ojos y quiere estar con un amante que haga nevar copos dulces, blancos y rosas, y que se le deshagan en la lengua. Un hombre que trota en calzas piensa en un bailarín de tango que sepa bailar y volar sin mover los pies, y que sepa hacer nevar, para que tengan frío y se abracen y se pasen los copos de nieve de una boca a la otra. Unos cuantos imaginan qué linda sería la nieve volando desprolija, y nomás gritarlo que empieza un viento enloquecedor que revolea hasta las golondrinas más pesadas. Hace que el maquillaje se resbale de las caras y se vean rostros lánguidos. También las palabras retenidas huyen, las sonrisas se contagian, los vestidos se llenan de aire y las señoritas livianas se van remontando como barriletes. Las mujeres más gordas muestran al descuido sus bombachas blancas y zarandean sus polleras sobre mesas de whisky.
En su piso sobre la avenida, Roberto Aníbal Muñiz le dice a María Angélica Rodríguez de Muñiz que la quiere, eso dice, que es lo único que quiere. María Angélica se ha puesto ropa interior nueva color berenjena, y unas ligas rosa viejo. Adentro no vuela nada, el calor sofoca. Apenas él le roza los labios, ella va al baño, se saca las ligas, las guarda en el botiquín y sale en bata. Roberto Aníbal la espera en calzoncillos y con la luz apagada, está todo oscuro, no se ven los cuerpos de nieve ni el corpiño nuevo, no ven ni siquiera sus ojos. Se acuestan tranquilos, no quieren que el viento entre, la ventana está cerrada y adentro hay olor a amor, como le gusta decir a ella. No gimen, suspiran tímidos, se amoldan sus cuerpos. Se tienen y la ventana golpea. El viento parece encaprichado con querer entrar, y la nieve amenaza con congelarlo todo. Pero ellos están tibios, y hoy, domingo por la tarde, no van a dejar que se rompa su ejercicio, ni por el viento, ni la ventana, ni la sirena del auto, ni siquiera por la luz de los copos de nieve.
Afuera las hojas de papel se rebelan, una carta de amor se pierde en un cuaderno equivocado; un bonete se incrusta en una rama. Ellos dos, metidos en la pieza parecen quietos, armónicos en el silencio y está apunto de estallar la ventana y el afuera todavía no entra. Está por resquebrajarse, quizás se rompa el adentro, y la cama se llene de vidrios, y cuando quieran volver a acostarse en las sábanas sentirán los pinchazos, sus cuerpos van a rasguñarse y no les va a quedar más remedio que ponerse alcohol en las heridas. Sus cuerpos van a arden; sería un lío. Prefieren detener la práctica, aunque ya estaban por llegar a la televisión porque después, para descansar y dormir tranquilos, siempre la televisión. El viento quiere entrar, meterse en la cama invadir el dormitorio revolear los cuerpos separarlos, piensan ellos. Él, con toda la parsimonia de la nieve, se desencastra, apoya los pies en la cerámica blanca y fría, baja la persiana de un movimiento: el viento ya no golpea, los copos quedan detrás del vidrio, en el dormitorio no se distinguen los contornos; a tientas, vuelve a acostarse. Pero ahora está desconcentrado pensando en el desorden que el viento estará haciendo afuera, imagina que en la plaza debe haber alguna chica hermosa cerrando su enciclopedia mojada, abriendo la boca, lamiendo la nieve.
Pasa un brazo por debajo de la cabeza de su esposa; prende la televisión.