19.6.07

Servir té

Yo odio a las viejas. Odié a mi bisabuela que se murió recién cuando cumplió noventa y ocho años. Odio a mi abuela, que no quiere morirse, está aferrada, encaprichada, la vieja.

La primera llegó a las cuatro y media. Debía estar aburrida: habían reservado la mesa para las cinco. Después siguieron llegando otras, dos, tres. Se saludaron a los gritos y siguieron gritándose mientras hablaban. Ese era su modo de conversar. No es que chillaban porque hubiera ruido, no: estaban ellas solas en la confitería. Supuse que hacían tanto escándalo porque estaban siendo hipócritas, seguro no tenían ganas de estar juntas, ni ellas se debían aguantar. Yo quería llevarles el té con las masitas así se callaban un poco, pero las viejas me pidieron que les sirviera recién cuando estuvieran todas.

Se reían. Debían haber sido compañeras del colegio y estarían recordando anécdotas de cuando habían sido jovencitas. Intenté imaginarlas jóvenes. Observé sus rostros. Arrugas, piel blanda, consumida. Miré otra cara. Facciones duras. Rasgos hechos para el formol, sin pasado. Y sin futuro, porque cuando las viejas se mueran, en el cajón van a estar así de maquilladas, más no se puede. Siempre fueron, y seguirán siendo siempre iguales: leyendo poesías, ante una mesa, o acostadas en la cama. No en el parque porque queda mal, cómo una señorita pacata va a andar sola; y ahora, si casi no pueden caminar, qué van a hacer las viejas en un parque. Criticar a las parejas que van a besarse, eso van a decir las viejas: Estos jovencitos que no tienen sentido del decoro. Y seguro que se ponen los anteojos para ver mejor qué están haciendo los jovencitos, para censurarlos, por envidiosas. Porque a ellas nunca les comieron la boca.

Siguieron llegando. En un momento una me miró desde lejos, no sé hasta dónde vería: Muchachito, la bandeja por favor. Había una docena de viejas. Tres de masitas. Si les dejaba la tetera sobre la mesa para no interrumpirlas, no iban a poder servirse en las tazas: no le embocarían porque sus manos temblaban un poco. Tenían las uñas pintadas. Es que las viejas se pintan de rojo estridente, para ver si por la uña, por los dedos, por la piel, el color vivo se les mete en el cuerpo y les traspasa la energía. Se pintan porque se están muriendo.

Mientras le servía té, a una de las señoras se le cayó un pañuelo al suelo. No sé por qué lo tenía en la mano. Quizás era para limpiarse los labios después de morder la masita porque todo tenía que ser así, pulcro, intacto, como si no hubiera pasado nada, como si no estuvieran engordando, como si le estuvieran haciendo caso al doctor que les prohíbe esto y lo otro. Como si la vida no les terminara de pasar y fuera eterna, o como si el tiempo estuviera eternamente quieto. Esa vieja tenía los labios muy finitos. Me imaginé una cara sin boca. Que la vieja se callaba por un momento, que dejaba de repetir, de repetirse. Me agaché para agarrar el pañuelo. Y vi, en unas sandalias inescrupulosas, vi dedos gastados, callos, piel dura, áspera. Pies angostos, con las venas muy marcadas. Tuve ganas de apretarle las venas, fijarme hasta dónde podía resistir esa piel tan gastada, y que en un momento se acumule tanta sangre que al final el pie explote. Total, qué le podría pasar. Si ya no debía sentir nada. Si el cuerpo de las viejas sólo está para romperse y sufrir. Levanté el pañuelo y seguí sirviendo.

La vieja de al lado me dijo que yo era muy lindo, que era muy buen mozo, y por eso mismo no tenía que ser mozo. Y se rió de su propio chiste. Que yo parecía, y merecía ser un visitador médico, o un doctor. Eso dijo. Pensé en la clienta de los jueves a la tarde, que llega, se sienta, dos horas tomando un capuccino con tres facturas, dos horas y se va. Debe ser profesora porque siempre está corrigiendo papeles, y entonces yo no la puedo interrumpir para sacarle charla, ni siquiera para preguntarle el nombre. La vi, su boca, sus labios, que no me decían un capuchino con tres facturas, que mejor juguemos al doctor, y yo soy tu enfermera. Y ahí mismo su trajecito marrón, se hace un guardapolvo blanco, y abajo tiene ropa interior que hace juego. La subo a la mesa, le desabrocho el guardapolvo, la abro de piernas y la cojo delante de toda la clientela. Ahí mismo. Arriba de la mesa. Y que la ropa interior sea de color oscuro, así se transparenta con el guardapolvo puesto y todo.

Volví a las viejas. Me miraban. Esperaban que siguiera sirviendo. Miré a la que dijo el piropo. Me sonreía. Seguro que me estaba desnudando con la mirada, y ella se imaginaba como mi enfermera. Me dio asco. Tenía escote y las tetas caídas, una provocación patética. En los brazos y en el cuello se le veían manchitas blancas, como si fueran hongos. Le sonreí. Gracias, señora. Pero en serio que este muchachito no parece mesero ¿o no, chicas? El ‘chicas’ me recorrió el cuerpo, la mano me tembló y se me cayó té sobre el plato. Parece que tan buen mozo no soy, señora, ahora lo limpio.

Mientras iba a la cocina imaginé qué habría pasado si no hubiera habido plato: té caído sobre la mesa, esparciéndose, mojando la pollera de una vieja. No gritaría, no tendría gritito de muñeca. Tampoco se animaría a gritar si en la bañadera, una sombra detrás de la cortina, tiene un cuchillo en la mano y está dispuesta a asesinar; si entonces no va gritar, esa no es una mujer. Es que si da lástima desnuda, si da pena, entonces no es una mujer. Pero esas viejas maquilladas sí creían que lo eran. Se merecían la guillotina por blasfemar. No un disparo, la guillotina, el verdugo que no existe más, como las viejas que no deberían existir más. Para qué, si ya no les queda nada por hacer. Escuchar al médico que suma enfermedades, suma dolores, suma píldoras, viejas drogadictas. Escuchar a un doctor que después de atenderlas no quiere cogerse más a su enfermera porque las viejas le sacaron las ganas. Meten el rechazo, la repulsión en el cuerpo. Dan bronca, viejas conservadoras. Lo que no sé es por cuánto tiempo piensan que van a poder conservar ese cuerpo después de muertas. Imaginé a las viejas colgadas de ganchos. A cada una por separado y después a todas juntas. Con las cabezas amputadas. Y sus cuerpos se van a pudrir. Eso me pregunto. En cuánto tiempo. Porque se van a pudrir, no a conservar, porque ellas serán conservadoras pero los gusanos igual se las van a comer. Los bichos carroñeros, los insectos se les van a meter por el culo, por todos los agujeros del cuerpo, y van a terminar de chuparles la sangre que les queda. Pobres bichos. Porque las viejas largan olor. Son pestilentes. Todos los viejos en realidad. Ni hablar de sus muebles, o de sus casas. Toda casa de viejo tiene olor a humedad, a encierro, a oscuridad. El olor de las viejas no sé si será por el perfume, o la ropa, o el champú. Y todo lo que tocan, como el oro, pero al revés, todo lo que tocan se contagia. Pero si el olor que largan las viejas es contagioso, ¿convendrá la guillotina? Porque el olor puede salir de sus gargantas decapitadas y expandirse por la ciudad y generar peste, ¿no será mejor una muerte más discreta como un disparo seco, o meterles veneno en el té?

Deje, deje que así está bien. Miré alrededor. La mesa, las viejas. Yo tenía un trapo en la mano y estaba limpiando una y otra vez sobre el mismo lugar. En la bandeja tenía un plato limpio para reemplazar el mojado. Terminé de servir. Dos tazas faltaban. Sonreí pensando en el té envenenado. Pero me volvió la repugnancia cuando me di cuenta que las viejas iban a manchar las tazas con rouge. Agarré el plato sucio y el trapo, y cuando me estaba por ir de la mesa, una vieja me dijo que no me preocupara por lo del té, que fue un accidente, y además que a la gente linda como usted, muchachito, a la gente linda se le perdona todo.

Junio 07

13.6.07

Soñando barriletes

Empecé a ir al parque cuando tenía doce, un verano que no me fui de vacaciones. Iba todas las mañanas, siempre de mañana porque a la tarde están los nenitos que gritan, corren por todos lados y no me dejan tranquila. Iba con algún libro de poesía, soy amante de la poesía porque te hace volar: la poesía son palabras mayores. Me gustan los poemas de amor, para ponerse a llorar. O también los poemas sobre la lluvia, una lee y espera a algún amante que no llega, y una se inventa cosas: que quiere llegar con flores y con la lluvia no encuentra ninguna florería abierta, o algo así. Hasta que al final una se da cuenta que no hay nadie por venir, que no hay príncipe, que una está sola y se queda llorando, como la lluvia. Por eso me gustan las poesías. Ese verano iba siempre al parque y me sentaba en el banco de cemento que está frente a los juegos de los nenes, que a la mañana es el lugar más tranquilo.

Él también tenía doce y yo lo vi creo que desde el principio. Cuando yo llegaba él ya estaba parado al lado de las mesas de ajedrez recortando papelitos para decorar su barrilete. Siempre tenía distintos, y los decoraba. Apoyaba el barrilete arriba de las mesas de ajedrez y les agregaba alguna cosita, un papel de color, les hacía algún dibujo o algo. Después lo probaba, lo hacía volar, corría por el parque, por los senderos de piedritas. Era hermoso, como una pintura o una poesía. Y yo lo miraba porque barriletes casi no hay, y menos varones que los remonten. Ni varones que remonten barriletes ni mujeres que leamos poesía, casi no hay. Porque es lo mismo. El barrilete vuela, sube, baja, emociona, se mete entre las nubes, se esconde, se desliza, toca el cielo, te hace llorar como la poesía. Así que él me gustó apenas lo vi. Él era todo un poeta. Yo lo veía alejarse, perderse entre los árboles, y me olvidaba de mi libro.

Una vez me preguntó cómo me llamaba y a la mañana siguiente cuando llegué al parque lo vi cortando en papel de barrilete las letras de mi nombre. Ese día vi las formas más lindas. Él y su barrilete acariciaban las nubes, y yo no abrí mi libro de poesía porque él volaba para mí. Era el poeta que estaba esperado, no uno que me quería conquistar con palabras de otro: éste era mi príncipe. Cuando terminó de hacerme dibujos en el cielo, se acercó. Dejó el barrilete en la mesa de ajedrez, sacó de su mochila un paquete de galletitas, me sonrió, yo lo miré, y se sentó a mi lado. Me convidó. El dulce no me gusta, y además las galletitas engordan, y después una engorda engorda engorda y no puede adelgazar nunca más, pero las acepté igual porque fue un lindo gesto.

A partir de ese día ya no lo miraba todo el tiempo mientras remontaba el barrilete, si yo iba a al parque a leer poesía, y a buscar al gran amor de la vida, todas la mujeres siempre buscan eso, pero eso yo ya lo había encontrado así que sólo me faltaba leer. Y cuando me cansaba de leer y él de volar nos poníamos a comer la galletitas dulces, y yo empecé a llevar un termo con jugo. Ahí me di cuenta que además de los barriletes, las galletitas también cambiaban todos los días, yo ni siquiera me imaginaba que hubiera tantas variedades diferentes. Probé cada cosa. Las peores fueron las Óreo bañadas. Ésas eran las peores, tan dulces, tan empalagosas. Y encima se te pega toda la galletita en los dientes y quedan marrones, sucios, es una asquerosidad, después no le podía dar un beso, así que tenía que cerrar los ojos para no ver esos dientes manchados, ese puré de galletita entre la encía y el inicio de los dientes. Porque nos besábamos, sí. Pero nada más, para eso hay que casarse. Después empezó a comparar marcas: comparaba las galletitas de azúcar blanco, las 9 de Oro con las Don Satur; comparaba los surtidos Bagley con el Arcor. Hablaba mucho de eso, y yo le daba un vasito de jugo para que se callara un poco, y entonces yo empezaba a hablarle de poesía, de lo que estaba leyendo, de algún que otro poema que me animo a escribir, y de esas cosas que una dice cuando se está enamorando. Porque él hablaba mucho de galletitas pero a mí lo que me gustaba era cuando hablaba de los barriletes, y de las formas que tienen, de cómo vuelan, de cómo remontarlos, de los barriletes como palabras, de cómo hacer que acaricien las nubes, que vuelen como pájaros, usaba cada frase. Hablaba con una pasión digna de poeta, digna de mi amor.

Pero el problema de todo fue que la variedad de galletitas se acabó. Porque la galletita dentro de todo, una, dos, pero las golosinas no me gustan nada. Y ahí empezó a traerme caramelos, helados, chicles, conitos de coco, de dulce. ¿Y yo qué le iba a decir? Si era tan romántico. Era un varón sólo para mí, un poeta que me regalaba golosinas ¿no lo iba a querer?

Una mañana llegué al parque y él no estaba. Me preocupé. Él siempre llegaba antes que yo. ¿Y si le había pasado algo? De repente lo vi llegar. A lo lejos. Venía corriendo, movía los brazos, contento. Me gritaba algo, pero no lo podía escuchar, estaba muy lejos todavía, del otro lado de la calle, me acuerdo porque venía apurado y por poco no lo atropella un auto. Venía corriendo tan rápido que cuando entró al sendero de piedritas casi se resbala. Yo me emocioné, venía corriendo hacia mí, por mí, porque había llegado tarde a nuestra cita. Y ahí pensé: “este chico me quiere”. Cuando llegó al lado mío empezó a tranquilizarse, estaba muy agitado, sonreía. Salió, salió, me dijo, salió este nuevo, y te lo compré. Tomá, para vos. En la mano tenía un Terrabusi. Sería nuevo. Qué le iba a decir. Le sonreí, y lo comimos juntos.

Después de eso algunos días empecé a faltar a nuestra cita. Por un lado porque no quería comer más golosinas, no quería engordar más. Y por otro lado porque me di cuenta que él hacía tiempo que no remontaba sus barriletes, que sólo los arreglaba, les pegaba alguna cosa, pero ya no corría, no los hacía volar, no hacía más poesía. Ya está, me había conquistado y ahora se dormía en los laureles, ah, no. Yo iba a seguir manteniendo mi figura y él tenía que seguir remontando barriletes, escribiendo en el cielo. O quizás no era tan poeta como había pensado. Quizás era sólo un gordo al que le encantaban los barriletes, ¿y a mí eso me había me gustado?, ni siquiera sabía por qué lo hacía, desde cuándo, por qué todos los días era un barrilete distinto. Y además me hablaba, no remontaba más, me hablaba y no me dejaba leer.

Una mañana cuando llegué al parque, lo vi sentado en el banco de cemento, no parado al lado de la mesa de ajedrez arreglando un barrilete. Ya ni siquiera los decoraba. Tenía un paquete en la mano. Me hizo sentar a su lado y mientras me entregaba el paquete, me preguntó si quería ser la novia. Lo miré a los ojos. Desenvolví el paquete. Una caja de bombones. Con formas de bocas, caballitos de mar, corazones, todas esas formas que él ya no dibujaba más en el aire. Bombones blancos, negros, con puntitos. Lo miré. Sonreía, él, no yo. Agarré el bombón de la esquina derecha. Me lo acerqué a la cara. Olía a chocolate. A mí me repugna el chocolate. Chocolate, relleno con mouse de chocolate. Se lo tiré en la frente. Después los otros se los estrellé en los ojos, la nariz y las orejas. La cara manchada en chocolate. Le vi chorrear todos esos dulces que me había hecho comer, alfajores de frutilla y merengue, de dulce de leche o fruta, chocolates aireados, barra familiar o taza, con maní, nuez o almendras. Le escupí a los gritos todos esas golosinas, que se los tragara todas juntas, ni de una me olvidé. Él ya no sonreía, me miraba en silencio. No entendía nada, tan tonto como siempre, y yo que había pensado que era un poeta. Le dejé la caja de bombones vacía sobre el banco y me fui.



Junio 07

3.6.07

Plumas de Sangre




La media de lycra de la mujer del sillón dibuja la silueta de unas piernas delgadas; y donde termina la pollera corta, un agujero. Las medias son negras, la piel muy blanca, transparente casi. Uno quiere tocar esa piel, sentirla entre los dedos, dejar que se resbale y hacerla sudar.

Una mujer de cabello negro llega a la reunión, un beso a cada uno y se sienta en la alfombra, y con el resto de la gente, habla de cualquier cosa; hace que no, pero mira la media rota: la mujer del sillón tiene la piel luminosa y perturba con ese agujero justo donde termina la pollera. Comenta un tema sin importancia y su mirada insiste sobre la mujer del sillón, que no le devuelve sólo a ella, que clava sus ojos (también) en otros. Siente una mano, atenta, sobre su pollera. El algodón se le pega al cuerpo, le da calor. No sabe si fijarse qué mano está en su pierna porque no quiere sacar la mirada de la mujer del sillón, que también la observa, a veces, atenta. Ella y algún otro (seguramente el que la está tocando) vislumbran las piernas envueltas en lycra, arrogantes, y la piel desnuda. Tienen la mirada estacada. Se desafían por mantenerla más tiempo, luchan por llegar más a fondo. Son dos (ellos piensas que son dos) con la mirada fija, pero inquieta. Atenta a la pollera, a los labios color cereza, a la sonrisa, pendientes de la media rota de la mujer del sillón. Pendientes, como aros que cuelgan, serviles.

Mujer del sillón. Un poco de vino le cae sobre la remera con tetas (como si no tuviera escote). Las miradas sobre ella piensan que no se le cayó, que se lo tiró encima, pero no saben bien porque estaban demoradas en la media, la pollera, y el agujero demasiado cerca de todo (hasta de sus dedos). La mujer del sillón dice que tiene calor, pregunta al resto si puede sacarse la remera y quedarse en corpiño (de encaje), o si mejor termina de bañarse en vino. Ríe estridente.

Siguen sirviendo. Una gota de tinto cae sobre la alfombra. Las manos que tocaban a la mujer de cabello negro, ahora son pies descalzos que se están deslizando debajo de su pollera. Le acarician la piel, se entibian en la entrepierna. Se sonroja (por los pies o por el vino). Otras manos sobre su espalda disimulan que le quieren levantar la remera. Pies bajo su pollera y manos respirándole en la nuca. Y ella, con su mirada, envuelve sólo a la mujer del sillón y su corpiño de encaje negro. A la altura del suelo parece prenderse una vela. A la altura del suelo, se mezclan las piernas, los pies desnudos. Pero a nadie le importa porque la mujer del sillón está en otro lado.

Se mira en el espejo. Ve sus piernas estiradas sobre los almohadones, el agujero resplandeciente, lo ve en su media de lycra justo donde termina la pollera. Ella también quiere tocarse las piernas, las medias, agrandar el agujero y sentir su propia piel sedosa. Piensa que las mujeres desnudas a medias, así como ella, en pollera y corpiño, así son más seductoras.

El vino tinto se acabó y sin que nadie lo note, como una pintura estática, alguien lleva a la mesa ratona, para la mujer del sillón (todo, todos son para ella) alguien lleva vino, frutas y cuchillo. Empieza a pelar algunas frutas bien tiernas y le da un durazno a la mujer de cabello negro. Ella clava sus dientes: piensa que le gustaría tener colmillos, quizás los de la mujer del sillón, esos mismos; tener también esa boca bien roja confundida entre sus propios labios. Muerde, tibio, produce hendidura, y siente que en toda pulpa hay algo de carne. Deja que unas gotas del jugo del durazno se deslicen desde su boca. Ya no quiere ser princesa, desea a la reina, ser ella: tener el glamour, las plumas de sangre. Se levanta de la alfombra (deja atrás las manos y los pies que la estaban tocando) y con el durazno herido se acerca al sillón. Algunos invitados la ignoran. Sólo hablan, inventan cualquier cosa para evitar que la mujer del sillón se aburra y se vaya, evitar que mueva las piernas. Está en corpiño pero sigue dominando su agujero de lycra; hablan, imaginan que la desnudan y son amos de ese cuerpo. La mujer de cabello negro acecha al lado del sillón, a los pies de la otra. Ahora sí todos los invitados la observan, hasta la envidian. Tiene un cuchillo en la mano. La mujer del sillón la mira a la boca, no a los ojos. Se enfrentan. Una acostada, la otra de pie. Una reina, una domina. La de cabello negro deja de vacilar: mete el cuchillo en el agujero de la media de lycra justo donde termina la pollera, siente la seda en el filo, rasga hasta el pie. No lastima. Es toda una dama.

La mujer del sillón la ve encimarse, la cintura de la otra se está acostando sobre ella. Las caderas encastran. Siente duraznos entre sus tetas, y muerde. Suave, tiernos. La escucha, la lengua de la otra en su oreja susurra que la deje ser dulce, que la chupe como miel, que la devore.

Se ven piernas, polleras ahora sin media de lycra y pies descalzos. La de cabello negro está sobre y dentro de la mujer del sillón. Deja su saliva en los párpados, en los dedos, donde no sabe. Huele ese cuerpo, en la nuca huele a sugestión. Besa, muerde las mejillas, el cuello, piensa que también las venas. Gotas rojas se fusionan, salen de los labios, de la lengua. Se cortan los corpiños. Desgarran la piel. Meten sus manos debajo de las polleras. Los dedos se agrandan, emergen desde el sillón, se mezclan con las sombras, se hunden en los líquidos. Las dos, mojadas, sin medias, hendiduras y durazno, tiernas muerden pulpa y transpiran vino.
Los otros invitados quedan hipnotizados por la escena. Dudan, y finalmente apagan las luces, prenden los cigarrillos y se asoman. La habitación está oscura; las brasas iluminan; las pieles brillan. Algunas cenizas agujerean la ropa (otras prendas se pierden en el camino), dejan quemaduras: nadie se lamenta aunque los cuerpos amontonados gimen. La mujer de cabello negro es la única que tiene un cuchillo (profundo) en la mano. Lo apoya en el cuero: filo plateado sobre espaldas, pechos, estómagos. Brilla, el filo brilla como las pieles, quiere fundirse con ellas. Aprieta, clava más, en el mismo cuerpo o en otro (sonríe, ahora ella es la reina). Lucha con la envoltura hasta que se hunde y parece flotar. Pero sigue cortando piel. Escarba hasta el fondo. Se estremecen (ella también). Se retuercen, se estrujan hasta la última gota.

Quisieran olvidarse, arrancar las imágenes de sus mentes, pero los cuerpos quedan marcados. Alguien gime apenas, como música de fondo. Otro, tampoco se resiste y chilla como una rata. Uno, en un rincón, deja fluir burbujas en su garganta.
De las tetas de una de las mujeres, bien blancas como la muerte, de las tetas brota un hilo líquido. Y la otra mujer lame.




Mayo 07