3.6.07

Plumas de Sangre




La media de lycra de la mujer del sillón dibuja la silueta de unas piernas delgadas; y donde termina la pollera corta, un agujero. Las medias son negras, la piel muy blanca, transparente casi. Uno quiere tocar esa piel, sentirla entre los dedos, dejar que se resbale y hacerla sudar.

Una mujer de cabello negro llega a la reunión, un beso a cada uno y se sienta en la alfombra, y con el resto de la gente, habla de cualquier cosa; hace que no, pero mira la media rota: la mujer del sillón tiene la piel luminosa y perturba con ese agujero justo donde termina la pollera. Comenta un tema sin importancia y su mirada insiste sobre la mujer del sillón, que no le devuelve sólo a ella, que clava sus ojos (también) en otros. Siente una mano, atenta, sobre su pollera. El algodón se le pega al cuerpo, le da calor. No sabe si fijarse qué mano está en su pierna porque no quiere sacar la mirada de la mujer del sillón, que también la observa, a veces, atenta. Ella y algún otro (seguramente el que la está tocando) vislumbran las piernas envueltas en lycra, arrogantes, y la piel desnuda. Tienen la mirada estacada. Se desafían por mantenerla más tiempo, luchan por llegar más a fondo. Son dos (ellos piensas que son dos) con la mirada fija, pero inquieta. Atenta a la pollera, a los labios color cereza, a la sonrisa, pendientes de la media rota de la mujer del sillón. Pendientes, como aros que cuelgan, serviles.

Mujer del sillón. Un poco de vino le cae sobre la remera con tetas (como si no tuviera escote). Las miradas sobre ella piensan que no se le cayó, que se lo tiró encima, pero no saben bien porque estaban demoradas en la media, la pollera, y el agujero demasiado cerca de todo (hasta de sus dedos). La mujer del sillón dice que tiene calor, pregunta al resto si puede sacarse la remera y quedarse en corpiño (de encaje), o si mejor termina de bañarse en vino. Ríe estridente.

Siguen sirviendo. Una gota de tinto cae sobre la alfombra. Las manos que tocaban a la mujer de cabello negro, ahora son pies descalzos que se están deslizando debajo de su pollera. Le acarician la piel, se entibian en la entrepierna. Se sonroja (por los pies o por el vino). Otras manos sobre su espalda disimulan que le quieren levantar la remera. Pies bajo su pollera y manos respirándole en la nuca. Y ella, con su mirada, envuelve sólo a la mujer del sillón y su corpiño de encaje negro. A la altura del suelo parece prenderse una vela. A la altura del suelo, se mezclan las piernas, los pies desnudos. Pero a nadie le importa porque la mujer del sillón está en otro lado.

Se mira en el espejo. Ve sus piernas estiradas sobre los almohadones, el agujero resplandeciente, lo ve en su media de lycra justo donde termina la pollera. Ella también quiere tocarse las piernas, las medias, agrandar el agujero y sentir su propia piel sedosa. Piensa que las mujeres desnudas a medias, así como ella, en pollera y corpiño, así son más seductoras.

El vino tinto se acabó y sin que nadie lo note, como una pintura estática, alguien lleva a la mesa ratona, para la mujer del sillón (todo, todos son para ella) alguien lleva vino, frutas y cuchillo. Empieza a pelar algunas frutas bien tiernas y le da un durazno a la mujer de cabello negro. Ella clava sus dientes: piensa que le gustaría tener colmillos, quizás los de la mujer del sillón, esos mismos; tener también esa boca bien roja confundida entre sus propios labios. Muerde, tibio, produce hendidura, y siente que en toda pulpa hay algo de carne. Deja que unas gotas del jugo del durazno se deslicen desde su boca. Ya no quiere ser princesa, desea a la reina, ser ella: tener el glamour, las plumas de sangre. Se levanta de la alfombra (deja atrás las manos y los pies que la estaban tocando) y con el durazno herido se acerca al sillón. Algunos invitados la ignoran. Sólo hablan, inventan cualquier cosa para evitar que la mujer del sillón se aburra y se vaya, evitar que mueva las piernas. Está en corpiño pero sigue dominando su agujero de lycra; hablan, imaginan que la desnudan y son amos de ese cuerpo. La mujer de cabello negro acecha al lado del sillón, a los pies de la otra. Ahora sí todos los invitados la observan, hasta la envidian. Tiene un cuchillo en la mano. La mujer del sillón la mira a la boca, no a los ojos. Se enfrentan. Una acostada, la otra de pie. Una reina, una domina. La de cabello negro deja de vacilar: mete el cuchillo en el agujero de la media de lycra justo donde termina la pollera, siente la seda en el filo, rasga hasta el pie. No lastima. Es toda una dama.

La mujer del sillón la ve encimarse, la cintura de la otra se está acostando sobre ella. Las caderas encastran. Siente duraznos entre sus tetas, y muerde. Suave, tiernos. La escucha, la lengua de la otra en su oreja susurra que la deje ser dulce, que la chupe como miel, que la devore.

Se ven piernas, polleras ahora sin media de lycra y pies descalzos. La de cabello negro está sobre y dentro de la mujer del sillón. Deja su saliva en los párpados, en los dedos, donde no sabe. Huele ese cuerpo, en la nuca huele a sugestión. Besa, muerde las mejillas, el cuello, piensa que también las venas. Gotas rojas se fusionan, salen de los labios, de la lengua. Se cortan los corpiños. Desgarran la piel. Meten sus manos debajo de las polleras. Los dedos se agrandan, emergen desde el sillón, se mezclan con las sombras, se hunden en los líquidos. Las dos, mojadas, sin medias, hendiduras y durazno, tiernas muerden pulpa y transpiran vino.
Los otros invitados quedan hipnotizados por la escena. Dudan, y finalmente apagan las luces, prenden los cigarrillos y se asoman. La habitación está oscura; las brasas iluminan; las pieles brillan. Algunas cenizas agujerean la ropa (otras prendas se pierden en el camino), dejan quemaduras: nadie se lamenta aunque los cuerpos amontonados gimen. La mujer de cabello negro es la única que tiene un cuchillo (profundo) en la mano. Lo apoya en el cuero: filo plateado sobre espaldas, pechos, estómagos. Brilla, el filo brilla como las pieles, quiere fundirse con ellas. Aprieta, clava más, en el mismo cuerpo o en otro (sonríe, ahora ella es la reina). Lucha con la envoltura hasta que se hunde y parece flotar. Pero sigue cortando piel. Escarba hasta el fondo. Se estremecen (ella también). Se retuercen, se estrujan hasta la última gota.

Quisieran olvidarse, arrancar las imágenes de sus mentes, pero los cuerpos quedan marcados. Alguien gime apenas, como música de fondo. Otro, tampoco se resiste y chilla como una rata. Uno, en un rincón, deja fluir burbujas en su garganta.
De las tetas de una de las mujeres, bien blancas como la muerte, de las tetas brota un hilo líquido. Y la otra mujer lame.




Mayo 07

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