13.6.07

Soñando barriletes

Empecé a ir al parque cuando tenía doce, un verano que no me fui de vacaciones. Iba todas las mañanas, siempre de mañana porque a la tarde están los nenitos que gritan, corren por todos lados y no me dejan tranquila. Iba con algún libro de poesía, soy amante de la poesía porque te hace volar: la poesía son palabras mayores. Me gustan los poemas de amor, para ponerse a llorar. O también los poemas sobre la lluvia, una lee y espera a algún amante que no llega, y una se inventa cosas: que quiere llegar con flores y con la lluvia no encuentra ninguna florería abierta, o algo así. Hasta que al final una se da cuenta que no hay nadie por venir, que no hay príncipe, que una está sola y se queda llorando, como la lluvia. Por eso me gustan las poesías. Ese verano iba siempre al parque y me sentaba en el banco de cemento que está frente a los juegos de los nenes, que a la mañana es el lugar más tranquilo.

Él también tenía doce y yo lo vi creo que desde el principio. Cuando yo llegaba él ya estaba parado al lado de las mesas de ajedrez recortando papelitos para decorar su barrilete. Siempre tenía distintos, y los decoraba. Apoyaba el barrilete arriba de las mesas de ajedrez y les agregaba alguna cosita, un papel de color, les hacía algún dibujo o algo. Después lo probaba, lo hacía volar, corría por el parque, por los senderos de piedritas. Era hermoso, como una pintura o una poesía. Y yo lo miraba porque barriletes casi no hay, y menos varones que los remonten. Ni varones que remonten barriletes ni mujeres que leamos poesía, casi no hay. Porque es lo mismo. El barrilete vuela, sube, baja, emociona, se mete entre las nubes, se esconde, se desliza, toca el cielo, te hace llorar como la poesía. Así que él me gustó apenas lo vi. Él era todo un poeta. Yo lo veía alejarse, perderse entre los árboles, y me olvidaba de mi libro.

Una vez me preguntó cómo me llamaba y a la mañana siguiente cuando llegué al parque lo vi cortando en papel de barrilete las letras de mi nombre. Ese día vi las formas más lindas. Él y su barrilete acariciaban las nubes, y yo no abrí mi libro de poesía porque él volaba para mí. Era el poeta que estaba esperado, no uno que me quería conquistar con palabras de otro: éste era mi príncipe. Cuando terminó de hacerme dibujos en el cielo, se acercó. Dejó el barrilete en la mesa de ajedrez, sacó de su mochila un paquete de galletitas, me sonrió, yo lo miré, y se sentó a mi lado. Me convidó. El dulce no me gusta, y además las galletitas engordan, y después una engorda engorda engorda y no puede adelgazar nunca más, pero las acepté igual porque fue un lindo gesto.

A partir de ese día ya no lo miraba todo el tiempo mientras remontaba el barrilete, si yo iba a al parque a leer poesía, y a buscar al gran amor de la vida, todas la mujeres siempre buscan eso, pero eso yo ya lo había encontrado así que sólo me faltaba leer. Y cuando me cansaba de leer y él de volar nos poníamos a comer la galletitas dulces, y yo empecé a llevar un termo con jugo. Ahí me di cuenta que además de los barriletes, las galletitas también cambiaban todos los días, yo ni siquiera me imaginaba que hubiera tantas variedades diferentes. Probé cada cosa. Las peores fueron las Óreo bañadas. Ésas eran las peores, tan dulces, tan empalagosas. Y encima se te pega toda la galletita en los dientes y quedan marrones, sucios, es una asquerosidad, después no le podía dar un beso, así que tenía que cerrar los ojos para no ver esos dientes manchados, ese puré de galletita entre la encía y el inicio de los dientes. Porque nos besábamos, sí. Pero nada más, para eso hay que casarse. Después empezó a comparar marcas: comparaba las galletitas de azúcar blanco, las 9 de Oro con las Don Satur; comparaba los surtidos Bagley con el Arcor. Hablaba mucho de eso, y yo le daba un vasito de jugo para que se callara un poco, y entonces yo empezaba a hablarle de poesía, de lo que estaba leyendo, de algún que otro poema que me animo a escribir, y de esas cosas que una dice cuando se está enamorando. Porque él hablaba mucho de galletitas pero a mí lo que me gustaba era cuando hablaba de los barriletes, y de las formas que tienen, de cómo vuelan, de cómo remontarlos, de los barriletes como palabras, de cómo hacer que acaricien las nubes, que vuelen como pájaros, usaba cada frase. Hablaba con una pasión digna de poeta, digna de mi amor.

Pero el problema de todo fue que la variedad de galletitas se acabó. Porque la galletita dentro de todo, una, dos, pero las golosinas no me gustan nada. Y ahí empezó a traerme caramelos, helados, chicles, conitos de coco, de dulce. ¿Y yo qué le iba a decir? Si era tan romántico. Era un varón sólo para mí, un poeta que me regalaba golosinas ¿no lo iba a querer?

Una mañana llegué al parque y él no estaba. Me preocupé. Él siempre llegaba antes que yo. ¿Y si le había pasado algo? De repente lo vi llegar. A lo lejos. Venía corriendo, movía los brazos, contento. Me gritaba algo, pero no lo podía escuchar, estaba muy lejos todavía, del otro lado de la calle, me acuerdo porque venía apurado y por poco no lo atropella un auto. Venía corriendo tan rápido que cuando entró al sendero de piedritas casi se resbala. Yo me emocioné, venía corriendo hacia mí, por mí, porque había llegado tarde a nuestra cita. Y ahí pensé: “este chico me quiere”. Cuando llegó al lado mío empezó a tranquilizarse, estaba muy agitado, sonreía. Salió, salió, me dijo, salió este nuevo, y te lo compré. Tomá, para vos. En la mano tenía un Terrabusi. Sería nuevo. Qué le iba a decir. Le sonreí, y lo comimos juntos.

Después de eso algunos días empecé a faltar a nuestra cita. Por un lado porque no quería comer más golosinas, no quería engordar más. Y por otro lado porque me di cuenta que él hacía tiempo que no remontaba sus barriletes, que sólo los arreglaba, les pegaba alguna cosa, pero ya no corría, no los hacía volar, no hacía más poesía. Ya está, me había conquistado y ahora se dormía en los laureles, ah, no. Yo iba a seguir manteniendo mi figura y él tenía que seguir remontando barriletes, escribiendo en el cielo. O quizás no era tan poeta como había pensado. Quizás era sólo un gordo al que le encantaban los barriletes, ¿y a mí eso me había me gustado?, ni siquiera sabía por qué lo hacía, desde cuándo, por qué todos los días era un barrilete distinto. Y además me hablaba, no remontaba más, me hablaba y no me dejaba leer.

Una mañana cuando llegué al parque, lo vi sentado en el banco de cemento, no parado al lado de la mesa de ajedrez arreglando un barrilete. Ya ni siquiera los decoraba. Tenía un paquete en la mano. Me hizo sentar a su lado y mientras me entregaba el paquete, me preguntó si quería ser la novia. Lo miré a los ojos. Desenvolví el paquete. Una caja de bombones. Con formas de bocas, caballitos de mar, corazones, todas esas formas que él ya no dibujaba más en el aire. Bombones blancos, negros, con puntitos. Lo miré. Sonreía, él, no yo. Agarré el bombón de la esquina derecha. Me lo acerqué a la cara. Olía a chocolate. A mí me repugna el chocolate. Chocolate, relleno con mouse de chocolate. Se lo tiré en la frente. Después los otros se los estrellé en los ojos, la nariz y las orejas. La cara manchada en chocolate. Le vi chorrear todos esos dulces que me había hecho comer, alfajores de frutilla y merengue, de dulce de leche o fruta, chocolates aireados, barra familiar o taza, con maní, nuez o almendras. Le escupí a los gritos todos esas golosinas, que se los tragara todas juntas, ni de una me olvidé. Él ya no sonreía, me miraba en silencio. No entendía nada, tan tonto como siempre, y yo que había pensado que era un poeta. Le dejé la caja de bombones vacía sobre el banco y me fui.



Junio 07

1 comentario:

Anónimo dijo...

Pobre gordo.